Que haya más mujeres que hombres en las facultades de Ciencias de la Información --como en casi todas-- y en las redacciones de los medios es lo habitual, como también lo es que muy pocas de ellas rompan el techo de cristal o logren despegarse del «pegamento del suelo» --feliz expresión debida a la alcaldesa, Isabel Ambrosio-- para sentarse en el sillón de director o en el consejo de administración. Solo un 15% de mujeres periodistas, por más que tengan todo demostrado en la profesión, logran romper esa inercia empresarial y saltar a los primeros niveles, donde se toman las decisiones, incluyendo lo que hace y lo que cobra cada cual, y se cuece todo. Ellos se lo guisan, con ayuda de un regimiento de pinches femeninas, y ellos se lo comen, sin que de momento, ay, se atisbe un horizonte distinto en este planeta globalizado y cambiante, con internet como nueva vía llena de promesas y sobre todo de peligros. Es una de las principales conclusiones de las jornadas Mujeres y Comunicación en un Mundo en Crisis, clausuradas ayer en el Rectorado, a las que la Cátedra Unesco de Resolución de Conflictos de la UCO y la Universidad Internacional de Andalucía han dedicado el Tercer Congreso Córdoba Ciudad de Encuentro y Diálogo. Y desde luego lo ha habido los tres días en que nombres tan conocidos en la prensa nacional como Angels Barceló, Soledad Gallego-Díaz, Montserrat Domínguez o Maruja Torres, entre otros, han intercambiado miradas y preocupaciones --también anécdotas y risas-- con diplomáticas, políticas, profesoras y escritores; porque en este último apartado destacó la representación masculina (Luis García Montero y Benjamín Prado, junto al catedrático cordobés y feminista confeso Octavio Salazar). Bajo la interrogante de Hombres, cómo hemos llegado hasta aquí, que es como se titulaba la mesa redonda, todos tuvieron claro que sin la complicidad y apoyo de los hombres no hay nada que hacer.

¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Pues según criterios unánimes, por unas estructuras patriarcales que se resisten en su feudo como gato panza arriba, a las que hay que vencer sí o sí. Para ello, se ha dicho, hay que educar desde la escuela en igualdad de género, y empezar a sacar las uñas frente a situaciones injustas que invisibilizan a la mujer, en este caso la periodista, o la machacan de mil formas, unas sutilmente sibilinas y otras sin paliativos, que ya es decir en una profesión agotadora para todo el que la ejerce. Pero son ellas las que siempre se quedan en puertas del ascenso, y las que si al final lo logran, rarísima vez pasan de un carguito intermedio, mientras ven a colegas masculinos sin más merecimientos que ellas ascender a las alturas; ellas son las menos especializadas en las redacciones, comodín para todo lo que encarte, y se las suele destinar --aunque no tanto en el periodismo local, donde, a falta de recursos, todos hacen de todo--, a las secciones blandas del periodismo (cultura, sociedad...) mientras los hombres se quedan con las duras, las que crean opinión y dan mayor prestigio. Eso por no hablar de la feminización de la precariedad laboral, los estereotipos que las zarandean --como el de ser más «nerviosas» que los hombres y no tragar friamente con carros y carretas-- o la fecha de caducidad que, como los yogures, llevan marcada en el lomo aquellas que desde las televisiones acompañan la información con su propia imagen.

Un panorama desolador donde la crisis ha dado al traste con lo poco que se había alcanzado. La esperanza, se demostró el pasado 8 de marzo, está en la fortaleza y la unión. Y en conseguir un marco legal que lleve la igualdad a todos los rincones.