No tengo claro si lo que me agobia es un síndrome personal o si se trata de una sensación general en la sociedad española; pero el hecho es sencillo y contundente: padezco del síndrome de miedo al telediario, extensivo a la agobiante incertidumbre ante el primer contacto diario con las noticias de la radio o de la prensa escrita.

Había sufrido esta sensación en la primera guerra del Golfo, con una posible guerra mundial en el horizonte. Se reprodujo en los terribles momentos post-zapateriles, de crisis económica aguda, en que algo llamado «prima de riesgo», acompañado de un desempleo galopante, estaba a punto de hundirnos en la miseria y de obligar incluso a un rescate de nuestra economía desde Europa. Y la sensación se ha vuelto a potenciar irrefrenable a raíz de la proclamación de la República en Cataluña y sus secuelas, sin duda el ataque más serio y duro contra la democracia en España.

Pero no nos engañemos: estos lamentables hechos se sustentan en un ambiente general en el que pareciera que los cimientos de nuestra «modélica» transición se deshacen como azucarillos: la corrupción (de todo signo y condición); el debilitamiento de símbolos esenciales para el sistema como «la Corona»; la incapacidad manifiesta de una penosa clase política, intelectualmente en precario e incapaz de abordar cualquier problema con sentido de Estado (educación, presupuestos, orden público...); la renuncia a cualquier esfuerzo ideológico que vaya más allá del «quiero echarte a ti para mandar yo»; el sentido de frustración del ciudadano agobiado por un hiperinflación de «politicastros» que no demuestran su utilidad al sistema y que se denuncia exagerada en número y con un coste desmesurado.

Todo ello en un contexto de escasas alternativas creíbles y fiables para el ciudadano medio, el que con sus impuestos sostiene este tinglado. Ante una derecha gobernante que, con sus sorpresas continuas (todos los días, sin pausa...), colabora un día sí y otro también a ese «terror al telediario» que nos acongoja, la alternativa «Ciudadanos» despierta recelos y un poco de vértigo, creciendo a un ritmo no acorde con sus realizaciones. También desde la derecha, la esperanza de un esfuerzo de solidaridad por el nacionalismo vasco patina ante «la bochornosa lealtad» a sus camaradas catalanes y la siempre abierta ranura de la hucha del chantaje institucional.

La izquierda, por su parte, se deshace en un mar de indefiniciones, océano en que los presentados como alternativas a la derecha, como la tierra es redonda, avanzando hacia la izquierda, acaban en los terrenos de las derechas más impresentables (populismos de la más baja estofa). Y eso el «pagano» secular (la clase media española), lo huele desde lejos, porque lo lleva sufriendo «desde que Franco era cabo primero».

Y lo peor: España ha perdido la única izquierda fiable y seria desde la transición: aquella Izquierda Unida que, aterrada por lo que era un bajón de representatividad, de la mano de sus dirigentes más excelsos, ha quedado oscuramente emborronada en ese marasmo ideológico que es Podemos. Del «Programa, Programa, Programa» hemos pasado a «lo que caiga y lo que nos dejen». Y a esta izquierda muchos nos resistimos.

Por si era poco, estas líneas se escriben en el contexto de la detención y puesta en libertad bajo fianza de Puigdemont, ruido del que me quedo con la declaración del presidente del Parlament que, literalmente, ha dicho: «Ningún juez, ningún gobierno, ningún funcionario tiene la legitimidad para cesar, y menos perseguir, al presidente de todos los catalanes». En román paladino: la providencia nos ha deparado otro Fürher, otro Duce, otro Caudillo, otro Castro u otro Maduro... Y todo ello con la bendición de unas «izquierdosas izquierdas» que hoy cohabitan con la burguesía catalana y mañana se declaran «antisistema» ¿anti cuál de ellos? Y «como inquietos monaguillos» (de aquí para allá), aquéllos que en su DNI institucional se presentan como «Podemos».

* Catedrático