Quien tiene la oportunidad de vivir la experiencia de participar de la fiesta grande de Sevilla puede comprobar cómo se articula la «carrera oficial» de dicha Semana Santa con el resto de procesos en que los sujetos intervienen dentro de su contexto cultural específico, en el que unos disfrutan de una sugestiva vivencia, tan grata como fragante, mientras que otros aprovechan para poner «pies en polvorosa» de la ciudad, huyendo de sensaciones poco atractivas para ellos y de una ocupación de los espacios públicos de la ciudad que merma las posibilidades de desarrollo de sus prácticas cotidianas.

A colación de la manida polémica sobre agresión al patrimonio y privatización de la vía pública que se ha vuelto a generar en nuestra ciudad, en relación a la instalación y desarrollo de la carrera oficial, polémica gestada, aparentemente, más en aras a usar los acontecimientos como armas que como remedio político a un mal inexistente y, dadas las connotaciones particulares de la fiesta y de la ciudad de la Giralda, comparada con la Semana Santa de Córdoba, vemos un evento tan igual como distinto. Pero, es cierto que, tras los cien años que cumple en 2018 este recorrido común de las cofradías sevillanas, ninguna polémica tan manida se alza en candelero ni se pone en los labios de Sevilla.

Las cofradías se muestran al pueblo por doquier y solicitan una colaboración para subsistir a cambio de mostrarse en un recorrido común ante el ciudadano que coopere económicamente en la parte esencial de la fiesta, en la vida de la cofradía. Calles con miles de sillas de pago, con palcos, andenes de la catedral privatizados y ocupados por sillas y cofrades, calle Sierpes cortada al libre acceso y sillas soldadas a los escaparates de los comercios, son el escenario donde se desarrolla la fiesta. Sevilla abriga a sus ciudadanos sobre las gradas de su catedral, un templo con una antigüedad constructiva que emana del siglo XII (Giralda) y que fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1987. Sevilla desmonta las catenarias de su tranvía para acoger en calles y plazas el pulso de su fiesta que son sus gentes: las calles dejan de ser carreteras y pasan a ser espacios sentidos y vividos, no sólo por el mercado, tranvía y vehículos, sino por la fiesta y el pueblo, por las tradiciones y sus gentes. Los mármoles del suelo de la catedral más grande del mundo se presentan llenos de cera derramada, no sucios ni agredidos, sino partícipes de la tradición, abrazando las lágrimas solidificadas del simbolismo de la luz penitencial. Las gradas de la catedral de Sevilla soportan el piso de cientos de sillas sobre su pavimento y el roce incondicional de la fiesta sobre sus muros. La catedral de Sevilla, lejos de ser agredida y morir poco a poco, la mantienen viva las cofradías de Sevilla: nadie teme, Sevilla gana, la ciudad se abre.

La Semana Santa nuestra, entra en trance ante la voz de las instituciones. La Mezquita-Catedral rompe su función religiosa, para la que se concibió desde lo más profundo de los tiempos, y sirve de arma arrojadiza para políticos cantamañanas y clero. Los muros, ejecutados para contener el servicio de las experiencias religiosas y no para su exposición museística, parecen volverse de cristal y sus pétreos sillares parecen derretirse con el calor de sus gentes perpetuando sus usos y costumbres, protagonizando el relato de la carrera oficial, el relato de la ciudad parada, sin proyectos, el de la Córdoba cateta, un relato escrito por sus inoperantes instituciones, por sus infecundos gobernantes.

* Antropólogo