Más allá de los presupuestos que llegan, la violencia de baja intensidad que se instala en el noreste peninsular o la goleada patria a la selección albiceleste, la noticia por excelencia de estos días está a pie de esquina, al volver la calle, cuando la ciudad se vuelca hacia fuera para recibir la primavera a sones de tambores y cornetas. Hay una Semana Santa exterior, eminentemente lúdica para quienes no quieren ni ver un paso y aprovechan estos días para marcharse a otras latitudes o darse un merecido descanso. Están también los que turistean y se asoman a las aceras, ajenos y ufanos a detalles y contenidos, presenciando el barroco espectáculo de bordados y flores, de marchas y bandas, de imaginería y orfebrería. Quienes acuden al desfile procesional que ahora toca, pasada la cabalgata de reyes o las carrozas del carnaval.

Pero resalta otra Semana Santa interior, para creyentes y quienes miran con los ojos del corazón, para cofradías y hermandades que protagonizan desde hace siglos este cambio en el escenario urbano movilizando a millares de ciudadanos. Para ellos, la procesión va por dentro hasta convertirse en estación de penitencia, sobresaliendo la manifestación pública de una fé íntima, que rebasa estrenos y recorridos. Los versos encendidos y profundos de Antonio Guillaume lo pregonaron con belleza hace unos años: «Ni el llanto ni el dolor ante un madero/ negarán a la luna en tus esquinas/ vestirte de rumor de bambalinas,/ ni alumbrarte con flor de candelero./ No me he ido de ti porque te quiero,/ te quiero en el dosel extraordinario/ que levanta a tu Cielo pasionario/ este pueblo creyente y pregonero. /Hoy, que te alzo mi alma sin agravio;/ hoy, que buscan mis ojos para verte;/hoy, que traigo un amor entre los labios/ a abrazarte, a mimarte y a mecerte,/ no me niegues el timbre dulce y sabio/ de tu voz, ¡Córdoba, para quererte!».

Por eso la Semana Santa, pese a la algarabía y el estruendo, es un tiempo de momentos íntimos, de silencios respetuosos, de rezos y saetas, de catarsis entre la calle y el corazón, y se convierte en la manifestación estética de una devoción insondable. Así, los cofrades sin «k» tienen sus rincones propios, sus vivencias profundas y encuentros personales en cada recorrido y jornada que jalonan de estampas propias, de susurros y miradas, ese álbum del alma. Y en esto, además de por otras muchas más consideraciones culturales, históricas, sociológicas y religiosas, la Semana Santa no es un desfile más como algunos la pretenden considerar, y por eso sobrevive al paso de los siglos con inusitada y prometedora energía. Y aunque algunos pudieran tener la tentación, no debemos perder de vista que las corporaciones penitenciales no son un fín en sí mismas, su objetivo principal no está en su lucimiento o en el reclamo turístico que alivie las cuentas, sino en mostrar al pueblo la catequesis de un Dios hecho hombre y proclamar la devoción hacia un Salvador que nos espera al final de la historia.

* Abogado y mediador