No me vendas la moto, a mí no. Durante años comercié con ordenadores y maquinitas, con lágrimas de cocodrilo en los ojos. No hay nada ahí. Lo sabes. No me digas que el niño de Fulanito es más inteligente gracias a ti porque, al margen de que tal virtud resulta indescifrable y oscura en cada ser humano, el niño de Fulanito, precisamente y lo sabes, es idiota: el plan fallido de su padre, el hiperprotector consentidor, un delincuente, por así decirlo, desde el punto de vista de la, tan fashion hoy día, «responsabilidad social». Tú pregonas a bombo y plato las bienaventuranzas que nos esperan: seremos más eficientes (¿y de qué sirve la eficiencia, digo yo, cuando tu trabajo y tu vida son una mierda?), e impones el «hay que» actualizarse, renovarse, universalizarse. «Hay que» conectar a internet el vibrador, el papel higiénico inteligente, el supositorio digital para, así, conocer tus vísceras amigas, y sacarles mayor partido.

Circulan por ahí ciertos juegos visuales, pantallitas con el lema «solo no sé cuántas personas pueden leer esto, si tú lo haces, eres especial». Y hay gente que va y comulga. De inmediato me viene a la mente una escena de reportaje, algo que vi en la tele hará unos diez años. Un investigador francés, no me preguntes su nombre, ofreciendo una cerilla encendida a un par de nativos de Papúa, dos seres ingenuos, limpios de mente, que jamás habían entrado en contacto con la civilización. Uno de ellos alarga la mano y toca el fuego, y se quema, y retrocede unos metros, como un niño herido. Primero siento pena por ellos, que serán absorbidos y ensuciados por nuestro mundo guay, de-mo-crá-ti-co digital. Después echo un vistazo a mi alrededor y nos veo igual, desnudos sin saberlo, lo que es peor, pequeñitos, miserables. ¿Y tú pretendes venderme la moto, la pantallita, y robar mi-Tiem-po? Sigue intentándolo, chaval.

* Escritor