Estos días atrás se han cruzado dos ejemplos muy llamativos de «posverdades» derribadas, por seguir el juego de los titulares, y que nos pillan una cerca en el espacio y lejos en el tiempo y vicerversa la segunda.

Por un lado, Emilio González Ferrín, profesor de la Universidad de Sevilla, desmitifica muchas de las ideas preconcebidas sobre la invasión «musulmana» de la península en su ensayo Cuando fuimos árabes (Almuzara 2018) comenzando por la idea de que el cuerpo de jinetes islámicos con turbantes y cimitarras que desembarcó en el 711 en Tarifa no era tal sino producto de las crónicas árabes de los siglos IX y X; que el emir de Córdoba firmaba en el 820 como Rex Hispaniae o que el 60 por ciento de las tropas de Fernando III que entraron en Sevilla eran musulmanas (El País).

Por otro, el historiador inglés James Holland hace lo propio con la ingeniería y la logística alemana al afirmar en El auge de Alemania que con el armamento que tenían jamás hubieran ganado la II Guerra Mundial. De hecho, dice que el 50 por ciento de las pérdidas de sus tanques se debieron a fallos mecánicos y que su joya de la corona, el Tiger (del que se produjeron algo más de 1.800 unidades de los modelos I y II), era de mecánica muy compleja, de difícil reparación y consumía una enorme cantidad de combustible, una de las grandes carencias de Alemania.

Así que, de golpe y porrazo, nos preguntamos como es posible que un «emir» firmase en latín como rey de España o cómo Daimler Benz y Porsche diseñaron un tanque tan poco competente.

Y es que, el pasado no es lo que era. Ni siquiera el más tremendamente reciente en el que, precisamente, un empresario alemán afincado en Barcelona le recordaba en castellano al presidente del Parlamento catalán la realidad del cumplimiento de la Ley con toda vehemencia...

* Periodista