Toda fiesta tiene su poema encendido de fiebre, con lumbre o desencanto. La fiesta de estos días, con las mujeres convertidas por acción o silencio en protagonistas de una posición sobre la titularidad de sus vidas, el festejo de las que han trabajado y las que no, las que han hecho huelga y las que no, la algarabía de la mujer que ha salido a la calle todos estos años con pancarta o sin ella, reivindicando una región propia de experiencia y dolor, de brillantez y esfuerzo, de lucha por la igualdad de derechos y su asimilación en la conciencia múltiple de los días, puede tener también su correlato lírico, su aliento de paciente intensidad. Por eso he celebrado el Día de la Mujer Trabajadora leyendo a tres poetas cordobesas: Juana Castro, Matilde Cabello y Ana Castro. Hay más y estupendas, y vienen unas jóvenes muy buenas. Pero quería volver a territorios conocidos y hondos, volver a pisar tierras de raíces profundas. La poesía es militancia de la condición humana y lo es especialmente en estas tres mujeres. Como Juana Castro, un factor referencial --y diferencial-- de la poesía cordobesa reciente no solamente escrita por mujeres, sino de la poesía en general. Pienso siempre en Los lugares oscuros: cuántas mujeres entregadas a ese cuidado lento de la vejez caída, una memoria familiar en fuga mientras también la vida se diluye al final de los cuerpos. Pienso en Matilde Cabello, quien mejor puede hablarnos de Wallada, la princesa andalusí, esa sensualidad brillante de la mujer que aspira a su destino y decide escribirlo. Y pienso en la más joven, Ana Castro, reciente Premio Solienses, que ha descubierto una identidad en su libro El cuadro del dolor, con todas las mujeres familiares y la maternidad a fuego, temblor y deseo, con un poema tan bueno como Las hilanderas: manos de mujeres enlazadas en una costura de la vida. Son mujeres fuertes que han sufrido dentro y fuera del poema. Son también mujeres que nos besan los ojos antes de salvarnos.

* Escritor