Son muchos los torvos caminos de la inmortalidad. Algunos puerilmente inútiles, como al que recurre uno de los capos de Coppola en El Padrino III: se agarra de forma infructuosa a su gabardina de la suerte, mientras los sicarios de Joey Zasa ametrallan desde el helicóptero ese cenáculo de mafiosos reunidos en Atlantic City. Hay otros convencionalmente más tradicionales, como los cuadrángulos que se empotran en fachadas esquineras, a mayor gloria de los que por méritos, azares, desgracias o fortunas son elevados a perdurar en el mantra de la memoria, ya tenga su particular viario restricciones al tráfico circulatorio o alternancia de estacionamiento según los meses nonos.

Extraño resulta que las urbes no dediquen una calle al cinismo; un callejón del cínico, con arbustos marcescentes desde donde susurrar que nada, y menos un callejero, es eterno. Un buen lugar para conspirar el reparto de las postrimerías, temiendo que los cielos, o los olimpos tengan un numerus clausus. Los temerosos a estos recortes de trascendencia acaso se atreverían a solicitar la exclusión de los santos para rotular calles y avenidas, pues ellos ya tienen ganada la vida eterna, y el callejero quedaría como una laica misa perpetua.

Las calles son lo que son: sísmicas confrontaciones de los vivos que ora homenajean, ora instrumentalizan a los difuntos. Mi abuelo pudo tener una calle en Villanueva del Duque, como digno alcalde de dicha localidad en la República, pero en los municipios pequeños pueden reverberar más fácilmente en la memoria las ascuas del rencor. Hago esta referencia familiar desde el orgullo, pero no desde la fatua vanidad que te otorgaría una placa en grado de tentativa. Acaso apoyaría la modesta legitimidad de quien aprecia desde el otro lado la conga de nomenclaturas que borbollan desde Capitulares.

Entre los pros de Zapatero se encuentra la Ley de Memoria Histórica, una denominación rigurosamente redundante, pues la historia tiene memoria, así como nosotros nos desmemoriamos de nuestros errores. Pudo quedarse corta en muchos terrenos, como la anulación de aquellos tribunales de guerra que condenaron a la muerte y al deshonor a muchos hombres -sin las restricciones de género- justos, pero ha ayudado a exhumar desagravios y a mitigar los desgarros de la tragedia. La delgada línea roja en este asunto puede aflorar cuando las cabales reparaciones se suplanten por una omnicomprensiva damnatio memoriae que en su voracidad no admita sutilezas. Cruz Conde y Vallellano se libraron del primer zarandeo del callejero, muy anterior a la ley 52/2007. Afortunadamente, los jóvenes y la mayoría de los talluditos no asocian Ronda de los Tejares con la avenida del Generalísimo. Cruz Conde no fue Saulo de Tarso ni Le Corbusier, mas la conformación urbanística de Córdoba está muy condicionada por la gestión de este alcalde de tiempos grises y revueltas de ennoviados por la calle Gondomar. Haussmann fue diputado y prefecto francés que acabó con la fisonomía medieval parisina. El ensanchamiento de sus calles contribuyó decisivamente al sojuzgamiento de la Comuna de París. Y no veo a Anne Hidalgo o a cualquier dirigente de izquierdas proponiendo el cambio de denominación de tan famoso bulevar.

No se resquebrajarían los cielos por retirar a Cruz Conde de este eje del centro cordobés. Pero resulta burdo trasladar al urbanismo un maniqueísmo simplón que eluda este sustrato de los años cincuenta, tan determinante en los pulsos de esta ciudad.

*Abogado