De Unamuno no solo se conserva la reciedumbre de su busto en la universidad salmantina; ni la bizarría de su desplante a Millán Astray. Su intrahistoria está muy viva y es extrapolable a muy diversos escenarios. Observen, cómo no, el cinematógrafo. Las películas de Cine de Barrio son todo un tratado de sociología de esta gran travesía de los últimos cuarenta años. Y siempre resulta interesante calibrar la historia de la historia que se oculta en el celuloide. No es lo mismo el péplum redentor de Quo Vadis?, arropado por la inquietante normalidad de los cincuenta, que la setentera y transgresora adaptación televisiva de Yo , Claudio; o la sangrienta plástica de las Termópilas dibujada en 300, para advertir que la vida no es una sucesión de fotogramas, sino de viñetas.

Acabo de paladear la serie La peste, y pasmarme con tanto Murillo y Zurbarán viviente. Un guiño justo y necesariamente plástico a esa Sevilla que repartía los hados de las Américas. Hace apenas una miaja de años, cineastas como Alberto Rodríguez no habrían observado, en ese poliédrico retrato del Siglo de Oro, aquella cosificación de la mujer, desagraviada con un homenaje a Sofonisba de Anguisciola y, más aún, a todas las artistas aplastadas a lo largo de los siglos por un anonimato cabrío. Y hasta sus hilanderas --otro guiño para Velázquez-- se adelantan tres siglos a la Ley de la Silla y a la fervorosa feminidad de las tabacaleras de Carmen.

Puede resultar un ejercicio de alto riesgo hablar del siglo de la mujer, como si el desplazamiento de género se asemejase a un movimiento tectónico o geopolítico. Sin embargo, razones no faltan para marcar en esta época las huellas de un movimiento compensatorio. Las cifras suelen ser gélidas, pero al mismo tiempo contundentes, y en diez años el número de mujeres asesinadas por violencia de género se parangona al 87% de las víctimas mortales generadas por el terrorismo etarra. La yesca contestataria la inflama el presidente de la primera potencia, que ejerce un machismo de mueble bar para provocar en el electorado una bipolaridad cuca y soez. Empezó en las ciudades norteamericanas ese movimiento de las gatitas rosas (buen sarcasmo para contrarrestar una trasnochada testosterona), pero el seísmo comienza a cobrarse altas torres de depravación. Se ha expulsado con una espada de fuego a los que han abusado de su superioridad para dar gusto a sus bajeras. Estos pervertidos sexuales son los nuevos galeotes de la globalización, un merecido castigo que arrastra inercias descontroladas. No se trata de defender la ignominia, pero sí requerir cierta coherencia al afrontar la lapidación. ¿Cuántos famosos o famosas hubiesen renunciado a ser fotografiados por Testino antes de descubrir al monstruo? Viejo verde será un argumento enojosamente dulcificador y disculpable para Woody Allen, pero ¿quemaremos en una pira sus películas como los oscuros días de Berlín? ¿Tiene que ser demonizado Berlanga por poseer un gabinete no tan secreto de colecciones pornográficas?

Distinguir el todo de la parte, o la persona de su obra, puede visionarse como un ejercicio farisaico que induce erróneamente a no empatizar con la víctima. Tanta hipocresía como los que diluyen la solidaridad en la obsesiva prioridad de la no significación. De ahí que la línea francesa, con el manifiesto encabezado por Catherine Deneuve, haya sido entendido como un bálsamo para los cabestros. Polemizar siempre zarandea las mentes planas, y aunque queden muchos techos de cristal, no se trata de cambiar un supremacismo genital por otro. Con todo, la historia la marcan los anillos de los árboles. Y el rastro que deje este tiempo en la corteza merece una tinción rosa.

* Abogado