Antes del verano pasado tuvo lugar en Córdoba una Jornada de Católicos y Vida Pública, organizada por la Asociación Católica de Propagandistas. Una de las conferencias fue impartida por uno de los mejores intelectuales cristianos del país, Agustín Domingo Moratalla, catedrático de filosofía de Valencia, que disertó sobre las ideas que, a su juicio, habría que tener en cuenta para la difusión de la fe cristiana en el mundo de hoy. Empezó diciendo que estamos viviendo un cambio de época, que debemos olvidarnos de planteamientos nostálgicos en los que la religión católica era la única existente, que hay que aprender a gestionar la cristianofobia, acostumbrarse a vivir en una sociedad secularizada, aceptar la disminución de la vida religiosa en las instituciones.

Me pareció interesante ese diagnóstico. Ya hace 50 años, el Concilio Vaticano II expuso muy claramente las líneas maestras de la evangelización en el mundo moderno. Siempre me gustó el siguiente párrafo, recogido en el nº 31 de la constitución Lumen Gentium, que dice así: «Dios los llama (a los laicos) a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio, para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la salvación del mundo».

El fermento desaparece entre la masa de harina. El fermento no es un cuerpo extraño, compacto, distinto. Se funde en la masa, no se nota, desaparece con discreción. Pero cumple su cometido, «sabe» cómo es el entorno en que se mueve, pero lo transforma calladamente.

Los cristianos del siglo XX y XXI, en general, no se han enterado de esto todavía. Algunos de los que intervinieron desde el público en esa Jornada hablaban de que los católicos teníamos que «penetrar», «infiltrarnos», «manifestarnos», «meternos en la universidad», etc. Yo, que soy católico, nunca he tenido necesidad de «penetrar» en ninguna parte ni he tenido la sensación de ser infiltrado cada vez que he tenido que manifestar con naturalidad, de palabra o de obra, mi fe; ni mucho menos me he referido nunca a la Iglesia entendiéndola solo como «los curas», sencillamente porque la Iglesia soy yo, y allí donde yo estoy, está la Iglesia. Allí donde está un cristiano, está Cristo y está la Iglesia.

Me llamó la atención una ponencia de un sacerdote de la diócesis cuyo nombre omitiré por caridad. Fue una ponencia pésima, un verdadero rollo preconciliar, con aires paternalistas, con un planteamiento absolutamente irreal y un desconocimiento total del entorno, incapaz de convencer a nadie. Al final de la misma, él mismo se lió en la absurda demostración de la necesidad de que en la universidad haya una capilla universitaria, entendiendo que así se asegura la presencia de la Iglesia en la universidad. Me hubiera gustado preguntarle a ese sacerdote cómo entendería él la presencia de la Iglesia en el mundo pagano grecorromano en los tres primeros siglos de nuestra era, cuando no había templos.

Este sacerdote todavía no se ha dado cuenta de que nuestro mundo es neopagano. Su desorientación está en creer que la religión cristiana se reduce al rito y a la teología. Del mismo modo hay quienes piensan que ser cristiano es equivalente a ir a misa los domingos o que un restaurante regentado por un católico no debe servir carne los viernes de cuaresma, que una farmacia regentada por un católico no debe dispensar preservativos, que una familia cristiana es la que tiene estampitas de los santos por toda la casa, o que un médico es cristiano si tiene una imagen de la patrona de su pueblo en su consulta.

No, la Iglesia no está presente en una institución porque en ella haya una capilla, ni somos cristianos por ir a misa o asistir a otros ritos, ni por todas esas cosas, sino por vivir libremente la honradez, la justicia, la moral profesional, y sobre todo y en todo, la caridad de Jesucristo.

Los cristianos no «vamos al mundo», sino que «somos del mundo». Tampoco somos más cristianos por apuntarnos a manifestaciones callejeras más o menos confesionales contra la ideología de género y otras cosas. No conozco ni una sola manifestación que haya logrado convencer a uno solo más que a los propios manifestantes, que ya estaban convencidos; y siempre me ha parecido mejor convencer por el razonamiento, que vencer, sobre todo si esto último se hace a base de voces por quien cree que estar en la calle es necesariamente dar voces en la calle.

No somos los cristianos un ejército compacto marcando el paso. Eso lo dejamos para los militares. Cada uno somos hijo de su padre y de su madre. Ni necesitamos «restaurantes católicos» para vivir la cuaresma. Somos como el fermento, discreto, eficaz, evangelizando con el buen ejemplo personal, como decía Pablo VI, y con la conversación de amigo a amigo, con el diálogo con todos, católicos y no católicos, como Jesús con los de Emaús.

Si en este país se llegase a formar un partido político católico como vía para solucionar los graves problemas morales que le aquejan, a ese partido no me apuntaré, porque donde me siento más a gusto es entre no católicos, ya que ahí siento más vivamente mi vocación cristiana de querer a todos y acercarles al amor de Jesucristo. Con la mentalidad ombliguista y estrecha, de capillitas y de grupito ñoño, jamás los primeros cristianos hubieran llevado a Cristo al mundo antiguo.

* Arquitecto