Se llamaba Gabriela Morreale, y aunque su nombre diga poco o nada a la mayoría de quienes lo escuchen o lo vean escrito, ha sido una de las mejores y más reconocidas científicas de este país que adoptó como suyo, pues había nacido hace 87 años en Milán, si bien llegó a España muy joven, y en la Universidad de Granada se licenció en Ciencias Químicas. Gabriela murió el pasado día 4 en Madrid de forma tan discreta como había vivido, al igual que lo había hecho otro diciembre, en 2015, su marido, el médico cordobés Francisco Escobar del Rey. Fueron almas gemelas en lo personal y en lo profesional, y ambos pasarán a la historia por sus estudios conjuntos sobre fisiopatología tiroidea y el beneficio derivado de estos trabajos para la salud pública. A ellos se debe la «prueba del talón» que tantos casos de cretinismo (subnormalidad profunda), fracaso escolar y hasta hiperactividad ha evitado en niños españoles.

Sabios, modestos, seguros de la importancia de lo que se traían entre manos pero sin la menor soberbia intelectual, eran extraordinariamente serios en sus planteamientos pero bromistas entre sí. Venían a ser una prolongación del uno en el otro --se habían enamorado siendo estudiantes en 1948 y compartido investigación desde 1951--, y formaban una simbiosis tan perfecta que no dejaba indiferente a nadie que se acercara a la pareja. Y no solo por la visión práctica que siempre aplicaron a sus conocimientos sino por su trato entrañable hacia el resto del mundo. Solo tenían una queja, como me contaron a dúo aquella tarde de los años noventa en que los entrevisté en su laboratorio del hospital Gregorio Marañón de Madrid: lamentaban que a pesar de sus reiteradas peticiones no se hubiera creado un programa nacional que obligara a todas las embarazadas a incorporar el yodo a su dieta y que no se suprimiera la comercialización de la sal sin este micromineral, imprescindible contra el bocio endémico, por la sencilla razón, según argumentaban, de que «nadie se hace rico con el yodo».

Investigaban hombro con hombro y no había piques (gordos) entre ellos, pero a ojos de la humanidad la eminencia, la más premiada, y merecidamente, era Gabriela, todo un talento que además hablaba idiomas, pues era hija de diplomático y tuvo una juventud muy viajada. Francisco Escobar trabajó más, al menos al principio, en los estudios epidemiológicos de campo en poblaciones de riesgo, primero en las Alpujarras y luego en las Hurdes, mientras Gabriella buscaba soluciones a aquellos demoledores resultados entre probetas. En 1976 iniciaron juntos por toda España un proyecto de diagnóstico precoz y tratamiento con la hormona tiroidea en niños que de otro modo hubieran acabado con deficiencias mentales profundas. Tal fue la eficacia psico-social del método, unido a la introducción de la sal yodada en los ochenta, que años después Unicef adoptó la prueba del talón en recién nacidos de todo el mundo, y desde 1990 la OMS recoge en su tabla de derechos el consumo de yodo en el embarazo y primera infancia. Todo ello les reportó el reconocimiento internacional, y a Gabriela --a veces a su pesar por temor a herir al marido-- sucesivos cargos de importancia. Fue directora del Instituto de Endocrinología y Metabolismo Gregorio Marañón, vicedirectora del Instituto de Investigaciones Biomédicas, presidenta de la Sociedad Española de Endocrinología y de la European Thyroid Association y miembro de la Academia de Medicina. Pero, para asistir a congresos, pedía permiso a su marido, a quien consideraba un hombre generoso con ella. Ambos lo fueron con la ciencia, y esta les debería estar muy agradecida.