En estos días en los que nuestra Constitución cumple casi cuarenta años y en los que por parte de advenedizos e interesados en la discordia se le ha tildado de obsoleta, perpetuadora de oligarquías, hija del franquismo e incluso opresora, ha de reivindicarse el valor de la Constitución. Un valor con mayúsculas pues la amplitud de miras del constitucionalismo exige políticos y ciudadanos inteligentes y generosos.

La Constitución regula la vida del Estado y su entendimiento ha de hacerse desde una perspectiva jurídica --faltaría más- pero sin renunciar a dar proyección histórica, social y política a la legalidad, pues ello conllevaría la negación de la misma realidad histórica y objetiva del constitucionalismo.

En estas circunstancias, la necesidad de acoplar la realidad jurídico-normativa y la realidad política, lo que condujo a autores como Smend o Heller a establecer la distinción entre normatividad y normalidad constitucional, se ha vuelto imperativa, pues como señala el politólogo francés Burdeau: «la Constitución es el punto de intersección entre la Política y el Derecho». Arranca de la política y acaba en la política. Parte de la política porque el proceso constituyente es un proceso político que concluye en norma jurídica, y desde allí vuelve a la política, para ordenar un proceso de creación del Derecho, que es un proceso político protagonizado por entes sociales de naturaleza política y por órganos del Estado de naturaleza asimismo política.

De la Política a la Constitución. De la Constitución a la Política. Este es el camino, máxime si miramos a nuestro alrededor y observamos los importantes retos que el ser humano ha de afrontar en este siglo, y que precisan de una respuesta contundente desde el constitucionalismo: me refiero al control democrático y político de la globalización económica, a la lucha contra las desigualdades de todo tipo existentes, la necesidad de una respuesta constitucional a los retos alimentarios, energéticos y medioambientales, la regulación de la revolución tecnológica, la adopción de medidas constitucionales frente a las nuevas formas de ataques a la libertad y a la seguridad humana, o también respuestas a situaciones y problemas más autóctonos tales como la encrucijada de la integración europea o la vertebración territorial de España... Ante todo esto, el constitucionalismo ha de dar un paso al frente.

La vertebración territorial de España precisa de valor constitucional. El futuro de Cataluña en España será posible si se hace Política Constitucional con mayúsculas. Por ello se ha de pedir (exigir) ponderación y pragmatismo, inteligencia y pensamiento lateral, defensa de la Constitución y construcción de puentes. Pues corre serio riesgo la cohesión social y territorial de España, la capacidad de nuestra sociedad para asegurar el bienestar de todos sus miembros y para gestionar las diferencias y las divisiones.

Y hacia el futuro, la cohesión en España pasa por redefinir nuestro modelo territorial y apostar por un modelo federal que reconozca el respeto a la diversidad, el hecho de la existencia de identidades diferenciadas dentro de España, en el marco de la unidad y la solidaridad, y que recoja en la Constitución el mapa autonómico y lo fije de acuerdo a como se defina cada territorio en su Estatuto.

Un pacto federal que se sustente en el mantenimiento de la igualdad sustancial de estatus jurídico en derechos y deberes para toda la ciudadanía en el conjunto del territorio del Estado y que incluya un sistema de financiación solidario y suficiente, acordado multilateralmente entre el Gobierno y las comunidades autónomas, teniendo en cuenta, también, las necesidades financieras de los ayuntamientos.

Un pacto que ahonde en la cooperación multinivel, de manera que se creen mecanismos de cooperación institucional donde se posicionen los gobiernos estatal y autonómico, y se contribuya a la formación de la voluntad estatal. Ello conllevaría también la configuración constitucional de un Senado territorial de integración, operativo y funcional, que incorpore los instrumentos imprescindibles de coordinación, colaboración y cooperación. Una reforma, en fin, que delimite también de forma clara el reparto de las competencias estatales y autonómicas.

Reformas profundas que aseguren la cohesión social y territorial y que vertebren España para la próxima generación. Reformas que precisan de una clase política valiente e inteligente y de una ciudadanía generosa que entienda que el gran valor de la Constitución no es otro que el de procurar la paz social y la felicidad de las generaciones.H

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba