Hace 40 años que andaluces y extremeños seguíamos haciendo camino con autobuses piratas dirección Cataluña para ver si se nos pegaba algo de la riqueza que allí daban los jornales de trabajo. Hace 40 años, cuando cada españolito que acababa de salir de la dictadura buscaba la libertad de expresión, las portadas de las revistas con las fotografías más sexis, completar unos estudios para caminar con posibilidades por la vida y ver con atención lo que hacían aquellos políticos que iban a protagonizar la primera democracia. No sabemos qué estaría haciendo en aquellos momentos Puigdemont, pero nos lo imaginamos joven y sin ese, al menos aparente, resquemor o desprecio hacia todo lo que fuera español, incluido el idioma, que ya hablan 572 millones de personas en el mundo, unos pocos más que quienes se entienden en catalán. Me sorprende la postura de los políticos catalanes cuya ideología se parece a una religión en la que su finalidad, parece ser, no es la felicidad sino la construcción de un estado propio que señale a la mala España, llena de andaluces y extremeños que les roban. Llega a ser difícil entender a gentes que miran a otras por encima del hombro por ser de otra región, y señalarse como los elegidos por un dios que les tiene reservado un paraíso. En aquellos años en que trabajábamos en Cataluña vivimos la felicidad de la edad temprana y no nos encontramos con ningún Puigdemont que, quizá, si lo ves por Cornellá del Terri, un pueblo de Gerona, y le echas una copa a lo mejor te habla con la naturalidad de cualquier persona. Pero en los informativos y en los periódicos parece otra cosa. Tanto que hasta sientes que los catalanes --y los vascos cuando hablan de sus eternos derechos-- para nada esgrimen la igualdad del ser humano ante el poder, sino el haber nacido en una determinada tierra, la geografía antes que la ética. Ni el papa, ni el rey, ni el presidente del Gobierno ni de comunidad autonómica alguna son personas con más derechos que mi amigo Juanito el Sacristán o que Campanal. Por eso no creo que ningún ciudadano español merezca más del Estado que otro. Por muy Puigdemont que se ponga uno. Por eso recuerdo con la amabilidad del nuevo tiempo de democracia de hace 40 años, cuando estaban terminando las obras del Hiper, luego Pryca y ahora Carrefour, por la carretera de Madrid, por donde por las noches se iluminaban los neones de La choza del cojo, aquellas largas esperas debajo de la sombra de las higueras a que un camión parara al autostop que le hacíamos para llegar a la capital de España, donde estábamos estudiando. En verano nos montábamos en autobuses piratas, camino de Cataluña, también con extremeños, para echar algunos jornales en vacaciones. Cuando no había ningún catalán, como Puigdemont, que nos señalara como gente que les robaba.