Se ha dicho siempre con razón, aunque a veces ignorada, que las mayores víctimas del terrorismo islamista son los musulmanes. Los más de 300 muertos (entre ellos, 27 niños) en el brutal atentado llevado a cabo presuntamente por la franquicia del mal llamado Estado Islámico (EI) en el Sinaí contra los fieles que en su día sagrado, el viernes, habían acudido a una mezquita en Bear al Abdr para orar, lo demuestra con creces. Las víctimas pertenecen a la rama sufí del islam, una corriente mística que el EI considera herética. El atentado, obra de numerosos hombres armados, no es el primero en esta zona de Egipto, que está bajo el estado de emergencia desde octubre del 2014, pero sí es el más sangriento en mucho tiempo. Es, por tanto, un desafío al Gobierno del presidente Abdelfatá al Sisi. El ataque del viernes se ha producido en un momento de cambios en la zona. Por una parte, el enfrentamiento cada vez más agrio por la supremacía del poder regional entre Arabia Saudí e Irán y lo que parece el próximo fin de la guerra de Siria. Por otra, y relacionada con lo anterior, la pérdida que está sufriendo el yihadismo de sus bases terrestres en aquel país y en Irak empuja a muchos terroristas a buscar refugio en santuarios como el del Sinaí, donde ya hay instaladas varias filiales de islamistas ultrarradicales con un serio potencial mortífero en una zona en la que ya abundan los incendiarios.