No seré yo quien niegue que ser padre ha sido uno de los mayores regalos que me ha dado la vida. Esta celebración es cada día el mejor recordatorio que tengo para continuar viviendo hacia el futuro. Ahora bien, eso no significa que yo comulgue con esa nueva «mística» de la paternidad que está llevando a algunos hombres a vivir su papel de progenitores como si fueran auténticos héroes. Tengo la impresión de que, salvo en contadas excepciones, no se trata más que de otra forma de prorrogar nuestro señorío patriarcal. En toda esa exaltación de los buenos padres, que se nos plantea como una puerta abierta hacia un mundo más igualitario, se suele obviar que sin transformaciones paralelas en lo público, lo privado no bastará para construir un nuevo pacto social. Porque ser un buen padre no significa necesariamente cuestionar las estructuras de poder ni ha de traducirse en un compromiso feminista sin el que, cada día estoy más convencido, la revolución democrática no es posible.

En mi permanente estado de aprendizaje, y ante la ausencia de un manual de instrucciones, me limito cada día a tratar de ser lo más coherente posible entre mis convicciones y mis prácticas cotidianas. Tarea harto difícil cuando, como yo, se tiene un hijo adolescente que vive en la era de las redes sociales, el móvil y lo virtual. Un hijo que, por más que su madre y yo hayamos intentado desde siempre educarlo en igualdad, vive en un contexto social peligrosamente neomachista y en el que las fratrías masculinas siguen actuando como auténticas policías de género. Es por ello que ser padre en esta época de manadas, Malumas y La que se avecina resulta una labor complicada y a veces hasta angustiosa. Nada que ver por lo tanto con la imagen bucólica de nuevos padres buenos que pasean a sus niños impecables por los parques.

Justo hoy, que mi hijo cumple 16 años, y que por tanto empieza a convertirse en un ser que reclama su habitación propia y que abre ventanas cuyos paisajes ya no serán míos, quiero celebrar con él, y por supuesto con la espléndida mujer que tuvo la suerte de sentirlo crecer dentro, que los años han de vivirse apurando al máximo el presente y mirando siempre al porvenir al que debemos siempre contemplar desde la utopía. Ante un panorama tan cargado de sombras como el que nos ha tocado vivir, niego la melancolía porque me siento obligado a seguir luchando por dejarle a mi hijo un mundo mucho mejor que el que nosotros hemos tenido. Gracias a esas piernas largas que no dejan de crecer, y a los ojos curiosos que desde un 27 de noviembre de hace 16 años lo miran todo con la pasión de quien descubre un tesoro, no puedo sino vivir desde el radical compromiso con todo aquello que me gustaría que fuera la ética común del planeta en el que Abel será un hombre adulto. Espero que, ante todo, sea un hombre que no se crea dueño y señor de sus compañeras de vida, que asuma al fin la corresponsabilidad en lo privado y en lo público, y que sea capaz de olvidarse del amor romántico para gozar libre del buen amor. Por todo ello, creo que mi mejor regalo hoy a mi hijo adolescente no es otro que mi misma actitud ante la vida y mis imperfectas prácticas, ante las que él mismo compruebe que solo desde la empatía y el reconocimiento del otro y la otra es posible la felicidad. Una felicidad que si no es política acaba siendo tan falsa como la que nos venden los anuncios de Navidad. Una felicidad que no será posible, querido Abel, si seguimos empeñados en construir fronteras y en usar las banderas como armas frente al enemigo. Una felicidad, en fin, que necesita de la sensibilidad que escapa a raudales por entre las notas de tu clarinete.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO