El hombre invisible está sentado en el suelo. Un trozo de cartón contiene la escueta afirmación de su desvalimiento: «Necesito ayuda». Dos palabras como penosa conclusión de una historia llena de soledad y deterioro, una historia de puñetera calle, una historia que ha ido de mal en peor desde que desaparecieron el puesto de soldador y la casa y la familia y las ganas de vivir.

La gente sale del supermercado y evita la triste figura del pobre, otro pobre. Algunos dirigimos la vista a un punto indeterminado para impedir cualquier desliz periférico de la mirada. Otros hacemos como que buscamos algo en la bolsa o repasamos el tique de compra o consultamos el móvil o aceleramos el paso como si llegáramos tarde a ninguna parte. Hay ocasiones en las que sencillamente no reparamos en la presencia del mendigo. Incluso cuando le damos una moneda esquivamos sus ojos llenos de fatiga y desamparo. Rápidamente depositamos la limosna en el vaso de Cocacola y apenas contestamos al digno agradecimiento del hombre invisible, Dios te bendiga, como si estuviéramos ya muy lejos a pesar de encontrarnos solo a un par de metros.

La única compañía del hombre invisible es un medio bodeguero tan acostumbrado al abandono y la intemperie como su compañero de fatigas. A veces hay gente que le hace una carantoña al perrito, uy qué cosita más mona. El hombre invisible decidió quedarse con el animal porque lo tuvo un buen rato detrás en mitad de la noche desierta. Cuando junta algo de dinero le compra pienso y se lo sirve en el fondo de una garrafa de agua mineral.

Llega la noche y el hombre invisible se va del supermercado. Arrastra como puede una maleta demasiado llena que rescató de un contenedor. Llega a la cola y pide la vez. Quedan veinte minutos para que abran la puerta. Tiene tiempo de llegar al solar y volver. Deja al perro acomodado sobre una manta, el bebedero cerca. Le susurra algo a modo de despedida y camina deprisa para no perder su turno. Hace frío. Llega a tiempo. Hay otros hombres invisibles. Se conocen de otras veces pero apenas se saludan. También hay mujeres invisibles. Es la casa de acogida que Cáritas tiene en el barrio de la Fuensanta. Cuando bajan las temperaturas abren un módulo para dar cobijo incluso a los que no podrían acceder a otros refugios. Cuentan José Luis y María, gente necesaria siempre al lado de los más vulnerables, que el palo económico para la entidad ha sido y está siendo gordo, que el futuro es peligrosamente incierto para la red asistencial que mitiga las fragilidad de los desposeídos.

Llega la hora y se abre la puerta. El hombre invisible se acerca a la recepción. Un responsable de la casa le pregunta cómo va la cosa dirigiéndose a él por su nombre, un nombre que ya no parece suyo. Es ahí cuando el hombre invisible vuelve a ser una persona de carne y hueso dispuesta a ejercer el simple derecho de irse a la cama a dormir.

* Profesor del IES Galileo Galilei