No hay marcha atrás. Ha llegado el día impuesto por el marketing comercial anglosajón para que muchos se vacíen los bolsillos. Comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano, decía Andy Warhol. La propaganda del Black Friday nos devuelve a la esencia pretendida en que el sistema nos quiere convertir: un eslabón del mercado, en consumidores, cuanto más compulsivos mejor. Aunque resulte delirante, hay que consumir hasta las cejas, sea servible o no, te sentirás contento por haberlo comprado a un precio de ganga aunque te deje la cuenta tiritando. Antes, esperabas a tu día de Reyes Magos para que los camellos llegaran a tu barrio cargaditos de presentes. Después se nos coló por la chimenea Papa Noel, adelantando dos semanas el gasto. Y ahora el Black Friday prolonga sine die el afán enfermizo de poseer aquello que no necesitamos. Las obsoletas rebajas de temporada sucumbieron ante el mercadocentrismo imperante que se inventó el 2x1, el shopping night o el cyber Monday, cuyas fechas cada vez se estiran más para captar a más compradores en unas ganancias que no tienen límites. Arrastrados por las grandes cadenas comerciales y las plataformas de venta on line, todos se han sumado a esta feria de ocasión en la que muchos estos días gastan la mayor parte de su presupuesto.

En los colegios, además de cómo personas y ciudadanos deberían educarnos en consumo racional, no solo para la sostenibilidad del planeta, sino también para la de tu propia economía y estabilidad emocional. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman ya nos alertaba que además de tratarse de una economía del exceso, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista, y no a cultivar la razón. Esa que nos llevaría a pensar que las cosas que compramos no valen sólo el dinero que pagamos por ellas, sino el tiempo de nuestra vida que empleamos en ganar ese dinero. Sin perder de vista, como argumentaba López Aranguren, que si el consumismo es la forma actual del bien máximo, la figura del consumidor satisfecho es ilusoria: el consumidor nunca está satisfecho, es insaciable y, por tanto, no feliz. Mientras llega ese día de inclusión en el curriculum educativo, como botiquín de socorro se imponen algunos consejos con los que sobrevivir al desafío: comparar precios, planificar previamente necesidades evitando decisiones compulsivas de última hora, prestar atención al pago y a las condiciones de devolución, navegar de incógnito por la red para evitar los cookies y la saturación de ofertas con plazos y precios engañosos, y calcular el coste real con todos los pluses de impuestos y envíos. Pienso, aún así, revisando los catálogos de productos, en las miles de cosas que no necesito y con las que puedo seguir viviendo, y hasta ser feliz.

* Abogado