La Convención de Faro sobre el valor del patrimonio cultural para la sociedad, promulgada en 2005 por el Consejo de Europa, es una de las Cartas y Recomendaciones internacionales que, sin tener valor normativo, más ha influido estos últimos años en los países de nuestro entorno; una verdadera revolución, que por primera vez pone en el centro de la atención a los ciudadanos, las comunidades y el territorio, al tiempo que califica expresamente al patrimonio cultural como agente de desarrollo sostenible. Todo ello a partir de una premisa incuestionable: la arqueología une a su componente histórico otro patrimonial y, en consecuencia, dadas sus evidentes posibilidades de mercado, además de conocimiento y capacidad de formación, incorpora a su esencia como ciencia histórica un factor emocional y estético, un valor simbólico destacado, y la posibilidad nada desdeñable en los tiempos que corren de generar retorno económico, en una auténtica cadena de valor que, como ya he señalado mil veces, ciudades como Córdoba siguen sin percibir, asumir ni disfrutar. Esta manera de entender las tareas arqueológicas, que en algunos casos no hace sino racionalizar prácticas previas o poner nuevas etiquetas, ha despertado las reticencias de muchos; ha llegado incluso a ser descalificada o tildada de pura --y dura-- mercantilización por otros, acumulado críticas feroces desde diversos frentes. Sin embargo, para que el trabajo científico de cualquier tipo alcance pleno sentido debe siempre revertir a la sociedad, que necesita entenderlo para suscribirlo y financiarlo, verlo como algo útil; más, si cabe, en tiempos de contracción económica, cuando la cultura es lo primero que se sacrifica por superflua y «prescindible». Así lo han asumido las instituciones españolas responsables de la investigación, que desde hace algunos años exigen en todas las convocatorias de proyectos (incluidas las de I+D+i) incorporar programas de transferencia de los resultados obtenidos, o han creado líneas específicas de trabajo al respecto. El problema es que, en una contradictio in terminis llamativa, la investigación derivada de estos temas sigue siendo tildada de «poco científica», menospreciada por los evaluadores y negada por las agencias, los ránkings de calidad y los organismos de evaluación universitaria, con lo que ello supone de «suicidio» académico para quienes la practican.

Tradicionalmente, la comunidad científica ha tendido a despreciar y desprestigiar la divulgación por entenderla como arqueología «de tercera» y considerar que resta un tiempo valioso e insustituible a la investigación «pura», verdadero leit motiv de la disciplina como ciencia histórica; premisa cierta, sin duda, pero con matices y solo hasta cierto punto, entre otras cosas porque el papel de la Universidad es el de abrir caminos y servir de modelo, y se puede hacer investigación desde la propia transferencia. Entronca tal actitud con la indefinición del perfil profesional de la arqueología, que a pesar de la puesta en marcha de titulaciones específicas sigue sin ser reconocida como tal por el Ministerio de Trabajo. De entrada, arqueólogo es, por definición, aquél que hace arqueología, lo que implica un acercamiento activo al pasado a través de sus restos materiales; pero el espectro de tareas es tan amplio que parece absurdo, y desde luego anacrónico, adoptar de entrada posturas de clase o excluyentes, tan propias de algunos sectores universitarios especialmente conservadores, demasiado imbuidos de su condición (más pretendida que real, en muchos casos) de elite cultural. Habrá, pues, que reflexionar profundamente sobre ello en los próximos años, supuesta la importancia creciente que están cobrando otras formas de hacer arqueología. La difusión bien entendida, además de completar el ciclo natural y obligado de nuestro trabajo, representa un yacimiento formidable de empleo no sólo para los arqueólogos, sino también para otros profesionales del patrimonio, el turismo, la cultura, la hostelería o el arte. Quizá por eso, tras las críticas suelen venir las conversiones. La difusión es necesaria, sí, pero sólo si sirve para poner al servicio de la sociedad el conocimiento y los avances generados por quienes investigan, en un crecimiento simbiótico que genere historia y dote a ciudades y pueblos de nuevos recursos patrimoniales. Convertir nuestras ruinas en escenarios para teatros, conciertos, catas de salmorejo, mercados o escenografías de más que dudoso alcance, cuando hay tanto patrimonio exangüe, es invertir los términos, empezar la casa por el tejado, transformar en carnaval y fiesta lo que deberían ser rigor y cultura (no tedio). Hemos de corregir nuestra tendencia a trivializar, a dar por hecho que los ciudadanos no son capaces de entender mensajes más profundos que el puro disfraz. Existen vías intermedias, y a ellas debemos tender.

* Catedrático de Arqueología UCO