Jesús no fue un hombre solitario. Amaba ciertamente la soledad, pero la amaba como un refugio, como un descanso intermitente. Gustaba, bien al anochecer, bien en la madrugada, salir al campo él solo a pasear y reflexionar en diálogo con su Padre.

«De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió, y fue a un lugar solitario donde se puso a orar» (Mr 1 35). Escenas como estas son corrientes. Jesús tiene con frecuencia que huir de la multitud que le acosa. «Viéndose Jesús rodeado por la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla» (Mt 11 18). Sea por mar, sea por tierra, son bastantes las ocasiones en que Jesús busca apartarse del bullicio de la gente. Pero no era un hombre solitario, simplemente necesitaba de vez en cuando el silencio, la compañía de sus amigos más cercanos: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer» (Mr 3 30).

Lo que pensó hacer en la vida, no pensó en hacerlo solo. Reunió a un grupo de personas. Con ellos llegó a establecer una amistad, naturalmente como pasa siempre, con unos más que con otros. Según las fuentes originales, fueron doce. Uno de ellos, al final, desertó. Como pasa siempre, cuando cae una estrella, los admiradores son menos. Quedaron once.

El marco de relaciones interpersonales entre Jesús y sus más cercanos colaboradores, y de ellos entre sí, nos da ocasión para reflexionar sobre lo que es el proceso de la fe. La vinculación personal a Jesús no nace como una planta espontánea, así de pronto. Ni fue ese el proceso de acercamiento de los apóstoles a Jesús, ni es ése el proceso de generación de la fe en nosotros. La fe no nace de pronto, se genera, es como una especie de hábito que va insertándose en la personalidad de cada uno, que se va haciendo poco a poco connatural, como el gusto por ciertas comidas, como la adaptación a una vivienda, como el rechazo o el gusto por ciertas palabras o palabrotas. Vamos gradualmente comprendiendo el mundo y la vida desde un punto de vista específico: el punto de vista que asumió Jesús.

Parecido a la amistad

La fe, en cierta manera, es una disposición muy parecida a la simpatía y a la amistad. Creer en Jesucristo no consiste en aceptar unos dogmas más o menos oscuros o incrompensibles, sino en experimentar un atractivo hacia la persona de Jesús, una comprensión de nuestra vida y existencia en coherencia con la suya. Esto es lo que no se produce como por ensalmo, así de repente.

Juan cuenta el primer encuentro de Jesús con Andrés y Pedro. No dice de qué hablaron, pero sí dice que se pasaron toda la tarde de tertulia. Venían los tres de la ribera del Jordán de escuchar a Juan. Posiblemente comentaron la crítica que Juan hacía de la religión oficial de Jerusalén. A lo mejor hablaron de otra cosa. Pero allí se trabó una amistad, que sería ya para siempre.

El encuentro con Mateo fue más conflictivo. Mateo era funcionario de aduanas en Cafarnaúm. Tal oficio estaba mal visto por los integristas religiosos. Lo de Andrés y Pedro se hizo en un marco muy personal y reservado. Lo de Mateo fue una fiesta. «Estando Jesús a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos» (Mt 9 10). Debió correr el vino, la gente lo pasó bien. El caso fue que aquella fiesta supuso un escándalo en la ciudad. La «gente bien» pensó que Jesús se había pasado, no sabía lo que era guardar las formas. Lo criticaron muy duramente.

Y aunque se lo echaron en cara más de una vez, a Jesús le gustaba reunirse con los amigos a conversar, porque es así como se disfruta de la amistad.

La fe en Jesús es consecuencia de que nuestra relación con Jesús sea parecida a la que tenemos con nuestros amigos. Creemos en Jesús, tenemos fe en él, en la madida en que lo sintamos cerca de nosotros, y experimentemos su compañía.

* Profesor jesuita