La Inquisición española, abolida en 1835 tras 357 años de ejercicio, a veces, ha influido en el devenir de nuestra historia ya que pervive en el subconsciente colectivo. Tan cierta es dicha presencia cultural que, en este siglo, ha habido exposiciones itinerantes para exhibir sus diabólicos instrumentos de tortura. Miguel Delibes escribió sobre ella su última mejor novela y, ayer mismo --1968--, el presbítero José Ignacio Tellechea Idígoras, catedrático de Historia Eclesiástica en la Pontificia Universidad de Salamanca, publicó El arzobispo Carranza y su tiempo, en dos tomos, donde maneja una exhaustiva documentación sobre la Inquisición en el siglo XVI. Trabajo que inició 15 años antes, siguiendo la sugerencia del doctor Marañón.

A nuestro entender, ninguna otra obra expresa con tanta objetividad y rigor la naturaleza frenética de la institución. Libro que por manifestar sin tapujos la verdad de la Inquisición, hemos recomendado en varias ocasiones y que este verano, mientras literalmente nos achicharrábamos --46º a la sombra--, lo repasamos, pues hay aconteceres tenebrosos que nunca deben olvidarse.

Fray Bartolomé de Carranza, dominico arzobispo de Toledo, destacaba «por su piedad, su limpieza de costumbres, su pobreza y humildad, sus limosnas y actos de caridad», pero pasó 16 años, 7 meses y 24 días en las mazmorras inquisitoriales y no lo quemaron por pura chiripa, casi de milagro.

Fue detenido --arresto relatado por el cronista cordobés Ambrosio de Morales-- por orden del Inquisidor General Fernando de Valdés, personaje «ambicioso e intrigante, envidioso y autoritario», con un poder omnímodo, hasta el extremo de que Carranza lo recusó, los jueces inquisidores le dieron la razón, pero Valdés les hizo caso omiso y siguió en la tarea de vejar al arzobispo, aunque los cargos --según Tellechea-- eran «plenamente infundados producto de una ruin actitud para condenarlo». Un buen capítulo para la historia universal de la infamia.

Repetimos que se trata de un libro cardinal en la materia que, además de darnos noticia del proceso que sufrió Carranza, nos documenta sobre los quehaceres de la deleznable Inquisición. Varios ejemplos a vuela pluma:

--Contra el arzobispo depusieron el franciscano Bernardo Fresneda, confesor de Felipe II, y don Pedro de Castro, obispo de Cuenca. Dos individuos perjuros que aspiraban, abiertamente, a sustituir a Carranza en la sede toledana.

--La corrupción campaba a sus anchas, pues los reos perdían todos sus bienes confiscados, que pasaban a engrosar el imponente patrimonio de la Inquisición, lo cual propiciaba que, en numerosas ocasiones, los delatores escalasen dignidades.

--Algunos encausados, tras los estiramientos musculares en el potro, reconocían que era muy justa su muerte en la hoguera. Actitud que prefigura, entre otros, los procesos stalinistas de Moscú en los años 30 del siglo pasado.

--En 1559 se celebró en Valladolid un deslumbrante auto de fe, con la asistencia Real en el palco de honor, pagándose cantidades prohibitivas por el alquiler de balcones para presenciar el espectáculo. Mismamente sucede ahora en los sanfermines.

Estos botones de muestra certifican que la Inquisición era una estructura de poder eclesiástico para consolidar el compartido poder civil, defendiendo, a golpes de pira y capirote, una fe dogmáticamente impuesta con fines políticos. Pero, ante todo, nos corroboran que se vivía en un manicomio teológico, pues llegaron, como en el caso del preclaro Juan Luis Vives, a desenterrar y quemar los esqueletos de sus padres, porque al humanista, profesor en Brujas y Oxford que por fortuna siempre vivió fuera de España, no pudieron reducirlo a cenizas. Este hecho lo recoge la luminosa biografía de Vives --Ayuntamiento de Valencia, 1992- escrita por el profesor Antonio Fontán, que no fue precisamente un heterodoxo.

Aunque queda mucha tela que cortar ya es momento de concluir. Lo hacemos parafraseando a los hermanos Machado: Qué mal los nombres ponía, / quien llamaba Santo Oficio / a tan grandes fechorías.

* Escritor