Durante los últimos días hemos asistido estupefactos al mayor ataque contra nuestra Democracia desde la intentona golpista del 23 F. Un Gobierno y un Parlamento autonómicos nacidos de la Constitución española han decidido acabar con la misma, con su única fuente de legitimidad y con España tal y como la conocemos.

En este momento, la única respuesta debe ser el restablecimiento del Estado de Derecho, so riesgo de socavarlo irremediablemente. El Derecho nace para ser cumplido; si no, lo que hay es caos y arbitrariedad. No es momento de entrar ahora a analizar cómo ni porqué se ha llegado a esta situación. Lo importante y evidente es que diversas autoridades de Cataluña -miembros de su Gobierno y de su Parlamento- no tienen ningún reparo en cometer delitos: los de desobediencia, prevaricación, malversación de fondos públicos... Habrán de ser los tribunales los que lo declaren tras un proceso con todas las garantías. Pero el desprecio por la ley, incluida la ley penal, de esos gobernantes no es ya discutible. Y ante esa constatación elemental no caben medias tintas ni ambigüedades ni posturas que todavía traten de amparar tales comportamientos.

El despropósito no queda en la aprobación de unas leyes y unos acuerdos que nadie duda, incluidos sus propios promotores -que se jactan de ello-, de que son inconstitucionales y se han aprobado incluso vulnerando las propias leyes catalanas. Puigdemont, de manera gravemente irresponsable, ante el anuncio de suspensión por parte del Tribunal Constitucional, no ha tenido empacho en responder: «Contestaremos con las calles llenas el 1-O». ¿Una incitación a la rebelión o sedición -también tipificadas como delito-? Y al oír esas palabras, si, como jurista, durante estos días he sufrido por todos esos atropellos a la legalidad; ahora, como simple ciudadano, siento un escalofrío.

Puigdemont parece olvidar que en cualquier Estado de Derecho -y España lo es- los poderes constitucionales deben utilizar todos los instrumentos que estén a su alcance para hacer cumplir la Ley y que eso incluye el uso de la fuerza. Ese uso de la fuerza que nadie se atreve a mencionar abiertamente, pero que el ordenamiento prevé que se pueda utilizar, con la debida proporcionalidad, para el mantenimiento del orden público, la evitación de la comisión de delitos o la ejecución de resoluciones judiciales. Pues bien, teniendo en cuenta que los miembros del Gobierno catalán han afirmado públicamente que no acatarán ninguna resolución judicial o gubernativa que no comulgue con sus planteamientos -como en toda tiranía, su poder no está sometido a ningún control-, los hechos apuntan a que el uso de la fuerza será necesario.

Entonces, cuando las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, cumpliendo esas resoluciones judiciales o gubernativas, deban retirar urnas o imposibilitar su colocación; proceder a la detención de los presuntos responsables de esos delitos para ponerlos a disposición judicial; proteger ciertos edificios públicos o a sí mismas; o impedir que algunos cargos públicos previsiblemente suspendidos en sus funciones las continúen ejerciendo... es probable que grupos organizados y ebrios de una ilegalidad imposible lo quieran impedir. Y habrá que usar la fuerza, pues lo contrario sería destrozar nuestro Estado de Derecho. Y en ese momento, posiblemente, las calles se llenarán, pero de violencia y cristales rotos. Se habrán sacrificado en la pira de una imposición ideológica muchos años de libertad y pacífica convivencia, e iniciaremos una nueva etapa de futuro incierto, pero, sin duda, lleno de frustración, tristeza y dolor.

* Catedrático de Derecho Administrativo (UCO)