En Cataluña llevamos arrastrando un problema de secesión desde al menos 1934, cuando Companys arriesgó un golpe de estado contra la legalidad republicana, por la que dio con sus huesos en la cárcel. Aunque fracasó, los catalanistas torpedearon la línea de flotación de la frágil embarcación republicana, también asaltada por la extrema izquierda por la revolución desatada en Asturias. Tras el debilitamiento causado en su estructura constitucional, la tambaleante democracia española terminó claudicando ante la siguiente insurrección, esta vez por la extrema derecha, en el 36.

A ochenta años de aquella pinza extremista de nacionalistas y extrema izquierda contra la II República (a la que despreciaban los primeros por «española» y los segundos por «burguesa»), volvemos a revivir el problema que Ortega y Gasset nos anunció que estamos destinados a «conllevar». Pero, advertía el filósofo, los catalanistas también tienen que «conllevarse» con los españoles, incluidos aquellos catalanes, la mitad del país al menos, que se consideran también ciudadanos del «Estado español» (el término con el que los nacionalistas se refieren a España para negar su carácter de nación política). Con la diferencia de que los catalanistas han adivinado ahora la mezcla de debilidad, ignorancia e incompetencia del Gobierno español por lo que han lanzado un órdago definitivo por la secesión.

Los catalanes no tienen derecho a la secesión porque Cataluña no es parte de España como producto de una anexión injusta. Tampoco se están cometiendo en ella violaciones a gran escala de derechos humanos fundamentales, Mucho menos se está produciendo una redistribución discriminatoria que la perjudique. Pero aunque desde el punto de vista filosófico no hay tal derecho en sí, cabe satisfacerlo como una demanda razonable de un grupo de catalanes, dada su persistencia en el tiempo en su deseo (xenófobo, por cierto, pero esa es otra cuestión) por vivir de manera separada al resto de catalanes y españoles.

Por todo ello, el Gobierno español debería haber actuado ante la escala de provocaciones secesionistas. Tenía dos caminos, ambos legítimos aunque opuestos. Por un lado, con firmeza y basándose en una Constitución que ha hecho que España sea uno de los países más libres, prósperos y plurales del mundo, aplicando el artículo 155: «Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución(...) o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno (...) podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general».

La otra medida, de inspiración liberal, sería reformar la propia Constitución para permitir referendos de secesión. Para ello tenemos el modelo de la Ley de Claridad de Canadá. Ello serviría para que el gobierno español liderase el proceso, en lugar de estar a rebufo, estableciendo condiciones como las que estipuló el Tribunal Supremo canadiense. La más importante consiste en que la posibilidad de secesión sea recíproca, es decir, que como resultado del referendo podría darse que solo una parte de Cataluña quisiera la independencia, con lo que habría que negociar cuál territorio se separa y qué parte queda como autonomía de España. Podrían darse tres escenarios: una Cataluña completamente independiente, una Cataluña española 100% o bien una Cataluña «rota» que implicaría, obviamente, una España también «rota». En cualquier caso, esto garantizaría el respeto a la secesión, o no, de los auténticos soberanos, los catalanes de carne y hueso en lugar del metafísico, ficticio, y a esta alturas mefítico, «pueblo catalán».

Tanto en el «caso 155» como en la «opción Ley de Claridad», seguramente los catalanistas, enfrentados a la firmeza constitucional o el rigor liberal, abandonarían sus pretensiones golpistas ya que en el primer caso podrían terminar en la cárcel (o, todavía peor para ellos, pagando de su bolsillo el golpe de Estado) mientras que con la segunda opción podrían terminar reducidos al valle de Arán (que también, por cierto, aspira a la secesión pero en su caso respecto de Cataluña).

Pero todo esto no depende de la subversión antisistema de los catalanistas sino de un gobierno español que teme las consecuencias de hacer algo, por lo que está enquistado en la inacción y la irresponsabilidad. Está en juego no la secesión de Cataluña sino, sobre todo, la vulneración de los derechos de los catalanes que no se someten a la dictadura atmosférica nacionalista. Por ellos, no cabe esconder tras la etiqueta del «diálogo» lo que no es sino pusilanimidad e inanidad. Una Cataluña libre, en el marco español y europeo, es posible.H

* Profesor de Filosofía