Espoleado por el misterio de que a Tico Medina los famosos del papel cuché no solo le alaben las bondades del salmorejo en los aeropuertos, sino que también le transmitan extrañas saudades cordobesas, nos propusimos por nuestra cuenta indagar en la literatura de los dos últimos siglos a fin de encontrar aquellos textos que nos pudieran ayudar a comprender cómo percibe verdaderamente el forastero nuestra ciudad y sus gentes.

De ese esforzado intento apenas entresacamos un puñado de tópicos manidos, de postal turística, de esos que suelen adobar cualquier redacción escolar. A uno, por aquello de la falta de perspectiva, le hubiera gustado leer algo más que ese rollo manido de la convivencia de las tres culturas, vaina a la que tanto gusto le han cogido los concejales en sus discursos vecinales. Pero no pudo ser. Sin ser exhaustivo, procedo a comentarles algo de lo leído:

El capítulo quinto del Primer viaje andaluz (1959), de Camilo José Cela, está dedicado a Córdoba, la llana. El aguardiente de Rute, el vino de Moriles y el buen yantar están siempre presentes en sus andanzas por esta ciudad. Antes de salir de la provincia lo dice: el vagabundo comió bien, escuchó buen cante, miró a las mujeres que le salieron al paso, y «no fue apedreado: cosa que siempre es digna de gratitud». Aparte de estas profundas reflexiones, hay un pasaje en el que el gallego, un tanto antropológico, lía un poco la madeja con el concepto «cordobés» y «español», galimatías que le lleva a concluir con lo del moro, el romano y el judío. O sea, lo de siempre.

Antes, Richard Ford en su Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa (1845), retrató una Córdoba atrófica, repleta de iglesias y conventos, una Córdoba «sumamente pobre, servil y levítica», una Córdoba empobrecida culturalmente a lo largo de la historia por curas e invasores. ¿Les suena?

Azorín, en los albores del siglo XX, publica unas estampas (Horas en Córdoba) repletas de callejuelas retorcidas y angostas, cal nítida en las casas, silencio en los patios, serenidad y melancolía en sus fuentes… Azorín, con perfil en facebook, hubiera sido un verdadero coñazo.

Don Pío Baroja vino del norte a llamar salamandras a nuestras salamanquesas de toda la vida, y aunque haya quien piense que puedo pecar de tiquismiquis, uno es de la opinión de que a las cosas (y a los bichos) hay que llamarlos por sus exactos nombres. Por eso, y no por capricho, Juan Ramón Jiménez invocaba a la «intelijencia». Al margen de este asunto menor, La feria de los discretos (1905) tampoco es la novela de Córdoba; es una novela que pasa en Córdoba, una novela menor de Baroja más celebrada por cordobitas al uso que por los amantes de la buena literatura.

Finalmente, Rilke dicen que pasó por aquí en 1912. No debió quedar muy fascinado —la verdad es que tampoco de Toledo ni de Sevilla—, hallando finalmente en Ronda fuente de inspiración. Aquí leyó el Corán, criticó la incrustación catedralicia en la Mezquita y congenió con un perro.

El jurado de la Capitalidad 2016, que eligió al orfeón donostiarra antes que a nuestro grupo de esforzados pensionistas arrancándose espontáneamente con el Soy cordobés, da fe de que quizás, desde fuera, no nos vean como nosotros nos vemos desde dentro. Puede también que tengan algo de razón los que pregonan que no sabemos vender la moto como la venden los sevillanos.

Nosotros, como corolario a estas reflexiones agosteñas, pensamos que lo más plausible, lo que mejor nos define, quizás ya lo apuntara en su día Francisco Solano Márquez, situando a Córdoba entre lo sublime y lo cateto, o sea ese término medio donde según Aristóteles anida la virtud.

* Escritor