Según el tópico, es la juventud la que impulsa las revoluciones e irrumpe generación tras generación inyectando creatividad, energías renovadas y sed de cambio. Son muchos quienes, como Ortega y Gasset, han teorizado sobre dicha base. Los mayores son supuestamente estáticos, representan la tradición y el pasado, aferrados a lo ya conseguido y recelosos de las novedades. Pero son esas personas las que hoy encabezan una reestructuración sin precedentes del entramado social que nos afecta a todos.

Buena parte de su carácter innovador es fruto de las tardías pero rapidísimas transformaciones demográficas experimentadas por España durante el siglo XX, especialmente las relativas a la mortalidad. Al margen de los deseos, aspiraciones, experiencias o capacidades de quienes nacieron desde principios de ese siglo, la democratización de la supervivencia hasta edades muy avanzadas les convierte en auténticos pioneros de una geografía vital antes desierta e inexplorada. Sin antecedentes, sin los modelos de conducta que proporcionan quienes recorren antes un camino, son sus propias adaptaciones y «ensayos» en la colonización masiva de la vejez, los que allanan el terreno a las generaciones posteriores. Y es en la familia donde dicho carácter de avanzadilla resulta más evidente.

Los nacidos a principios del siglo XX cumplieron los cincuenta años, siendo huérfanos de padre y de madre en su gran mayoría. En cambio, más del 60% de los nacidos en los años treinta de dicho siglo, han cumplido dicha edad teniendo algún progenitor vivo. En las generaciones nacidas en la segunda mitad de siglo, que llegan a la madurez a partir de ahora, la supervivencia de los progenitores es ya espectacularmente mayoritaria.

En muy poco tiempo lo raro se ha convertido en normal: «Gozar de la existencia de los propios progenitores mientras se atraviesan las edades adultas e incluso la primera vejez» (Pérez Díaz, 2001).

Se extiende también la coexistencia de cuatro generaciones ligadas por filiación directa, y el cambio de perspectiva vital que ello produce es notable. Para los niños, que conocen a sus bisabuelos; para los adultos, que traen hijos al mundo teniendo aún vivos a sus propios abuelos; para quienes tienen nietos y, pese a todo, se sienten jóvenes porque aún no son la generación más antigua de su línea familiar. Son situaciones rarísimas en la historia humana que en España se han vuelto frecuentes en las últimas décadas, y muy pronto resultarán mayoritarias.

Las generaciones femeninas nacidas en 1970-1974 tienen un 45% de probabilidades de que su primer hijo nazca teniendo bisabuela/o (CED, 2000), y tales probabilidades no van a hacer más que aumentar en las generaciones posteriores. El impacto de tales novedades sobre los comportamientos asociados a la edad puede tardar en ser investigado y comprendido, pero es evidente. No lo es, en cambio, en los comportamientos asociados al sexo. Pero es en la familia donde con mayor intensidad y frecuencia se relacionan personas de diferente sexo y edad, relaciones que son el principal catalizador de la asignación diferenciada de funciones. No es creíble que la asignación ligada al sexo haya permanecido inmune a transformaciones demográficas que afectan a la reproducción, uno de los núcleos esenciales de las estrategias familiares (Garrido Medina,1996).

Lo femenino se definía hasta hace muy poco fundamentalmente en torno a la reproducción biológica y social en el seno de la familia, mientras el papel exclusivamente productivo y «externo» al hogar definía la masculinidad. Esa manera concreta de distribuir los roles guarda una estrecha relación con la dinámica demográfica históricamente imperante en las poblaciones humanas. Si se quiere comprender la manera en que la «revolución demográfica » iniciada en los siglos XVIII y XIX afecta a las tradicionales funciones de género, conviene tener presentes las condiciones en que antes se movían la vida, la muerte, el trabajo y la reproducción de las personas.

* Doctor en Ciencias de la Educación