Cuando era chico, me pegaron. Todo comenzó un verano que los niños del bloque fuimos a las pistas del Santuario a pedir pelotas. Aquellos tenistas, como contestaban bordes, cogíamos naranjas y los bombardeábamos para salir corriendo. Pero una vez un raquetazo voló hasta el patio de un colegio. Los más grandes mandaron al de Ibiza, un niño que pasaba aquí las vacaciones con su abuelo, a saltar la reja y, cuando fue a salir, le dijeron que primero tenía que quitarse los pantalones y arrojarlos fuera o no saldría. Como no me metí, el hijo de platera dijo aquella frase maldita: «Te dejamos salir y te damos los pantalones si te peleas con el Marcos que es de tu edad». Me puse blanco pero los demás se entusiasmaron, incluido él, que me miró con una cara de asesino que me hizo tragar saliva. Había que evitar la pelea y tuve una gran idea: la enfermedad es motivo de suspensión; antes de que se abrochara el último botón me tiré al suelo doliéndome de la barriga con unos gritos que llegaron a tener eco. Creo que me creyeron «¿Qué te pasa Marquitos?» «¡Ahh, que tengo un cólico! Llevadme a mi casa que he comido muchos caquis y del dolor voy a perder el conocimiento». La pandilla, preocupada, me llevó en volandas como los toreros a la enfermería. Mi padre se asustó. «Ay Opa, que me duele mucho». Cuando cerramos la puerta me incorporé ante la sorpresa de mis padres y les conté todo: un nene quería pegarme y me he hecho el malo porque me iba a dar un palizón. Mi padre se sintió orgulloso de mí ante la improvisación mostrada para eludir la dificultad. Pero los nenes se dieron cuenta de todo al no irnos para urgencias. Al día siguiente era vox populi la evasiva de los caquis. Me esperaron en la calle en paralelo, expectantes e impacientes como los pájaros de la película de Alfred Hitchcock: «¿te sigue la diarrea?» Y encima bajo la sonrisa del matón, que era muy canijo pero de hueso duro. Aunque yo no era valiente quería parecerlo de tanto ver Curro Jiménez. Por eso mandé un recado con el hijo del cristalero; a las cinco en punto de la tarde, terminaríamos con esto en la caseta de la electricidad, lugar con el que pretendí mostrar valor porque allí, según el cartel que colgaba en su fachada, un espabilado murió achicharrado por un rayo y por eso a lo mejor el rival no se presentaba. No pude dormir pensando en sus pequeños ojos verdes y su cuerpo fino y uniforme como las salamanquesas, que si te escupían te quedabas calvo. A las cinco menos cuarto yo ya esperaba. Los huevos se me pusieron de babero cuando lo vi procedente de la piscina con aspecto de boxeador por el pelo mojado y la toalla en el cuello; y encima vacilando con el carné del Club Santuario en la mano porque ser socio de ahí era un lujo que él se permitía porque se lo pagaba su abuelo, ya que este chico era hijo de padres separados. El hijo del panadero me dijo una cosa que hizo que me diera un mareo: «toda la rabia que tiene por el divorcio de sus padres la va a pagar contigo». Encima, el hermano de la peluquera cuando lo vio llegar hizo una observación que me aterró más todavía: «Te va a reventar porque viene refrescado». Nos fuimos para el sitio y un montón de niños detrás. Comenzamos dándonos empujones en el pecho. Pero él rompió el protocolo de la infancia y me dio una serie de puñetazos en el estómago que me hicieron perder la noción del tiempo además de la del espacio. No sé cómo me repuse y tiré las manos adelante y caímos al suelo y ya los demás nos separaron. Entonces el hijo del capataz dijo: que alce la mano quien crea que ha ganado el Marcos. Y no la alzó nadie. En la pregunta contraria la alzaron todos. Después de ese día jugábamos al fútbol y me hacía entradas con más mala idea que Goicoechea a Maradona. Y de los cortes dialécticos mejor no hablamos. Yo, estoico, soportaba todo. Pero un día me levanté con otro aire. Comenzamos a jugar a 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8, pan con bizcocho, libre cazador, j, justicia y ladrón. A mí me tocó justicia y a él ladrón. Por exigencias del juego él tenía que huir de mí y ese papel me aportó una inusitada confianza. Salió corriendo y tenía que detenerlo. La verdad que no esperaba alcanzarlo tan fácil pues paró en seco y empezó a mirar hacia abajo con una desesperación que yo interpreté como miedo a mi persona. Pensé que aquel mendas no era nada del otro mundo, por lo que de una enorme colleja en el cogote con la mano abierta que me sonó igual de alegre como cuando destapas una botella de champán en Fin de Año cayó al suelo de boca partiéndose un labio. Me tiré encima y le di la vuelta agarrándolo por el pescuezo hasta que los ojos se le pusieron rojos, mientras le decía: «no vales ni lo que pesas». Pero entonces advertí que aún sin respirar trataba de decirme algo y lo solté para que llorara como una Magdalena: «La cadena de mi abuelo que se ha muerto que se me ha caído». Después de una batida la encontré y me dio un abrazo que me curó aquel sin vivir. No fuimos a las azoteas de los bloques a fumar un cigarro Celtas que el hijo de uno que nunca se supo en que trabajaba le sisó al padre. Ambos tranquilos concluimos que todo este odio mutuo fue elaborado por los demás que se entretenían a costa de nuestro sufrimiento. Hoy, 36 años después, cuando veo en los medios similares casos de acoso escolar, sigo pensando que la raíz del problema está fuera de sus protagonistas principales.

* Abogado