Eutanasia. La palabra que tanto miedo da a nuestros políticos más conservadores vuelve a estar sobre la mesa política después de una propuesta Unidos Podemos y de la impactante muerte de José Antonio Arrabal. Para tranquilizar a los que se escandalizan con solo nombrarla, hay que recordar que la eutanasia no es obligatoria. Pero si fuera legal en España, la decisión de José Antonio de irse antes de que su esclerosis lateral amiotrófica (ELA) lo esclavizara del todo no hubiera tenido que ser clandestina ni precipitada ni ejecutada en soledad para que su familia no se viera comprometida. Hay mucha gente prisionera en un cuerpo enfermo sin solución que ve como el resto le impide irse con dignidad, con la muerte más dulce posible y con todas las de la ley. Y es que en un Estado laico las convicciones de algunos no deberían imponerse sin más. Con lo que el diálogo y el debate en el Congreso es necesario. La eutanasia nunca se aplicará a los que no la quieran, pero dejemos que el resto gane libertad y poder de decisión sobre algo muy suyo: su vida.

Ni que sea por Ramón Sampedro o José Antonio Arrabal, el debate ya debería hacerse, y de él derivarse una ley. Pero si pese a eso los más insensibles a la voluntad del otro se siguen oponiendo, les propongo que lo aborden desde el egoísmo. Que piensen en su cartera y sus prestaciones estatales. ¡Lo que se ahorrarían si permiten que los que así lo desean puedan irse bien atendidos antes de hora! Con un fondo de reservas bancarias sin fondos, un sistema de pensiones en quiebra y una esperanza de vida cada vez mayor, un debate básicamente social y filosófico también puede ser económico para los más ceporros. Mi añorado Carles Flavià le ponía humor y filosofía al tema en uno de sus monólogos. Viendo que cada vez vivíamos más años, imaginaba a un sátiro como ministro de Economía que abogaba por que cada año la gripe llegara fuerte y violenta o que los viajes del Imserso fueran accidentados para cuadrar los números. «¡Van a por el jubilado!», denunciaba Flavià entre el aplauso del público. Pues bien, aquí, que hablamos de algo más serio, dejemos que las decisiones sobre nuestra muerte recaigan en nosotros más que en los ministros. Decidamos nosotros y no la fatalidad.

Ya que del trance de la muerte no nos vamos a poder escapar, mejor que nos guíen el humor, la dignidad y una ley que nos ampare a todos. El otro día debatieron la cuestión en TV-3 y una invitada abrió mucho más el campo de juego. ¿Por qué limitar nuestra libertad a decidir sobre nuestra muerte solo en caso de enfermedad? ¿Por qué dejamos que sea ella la que marque el debate y no baste nuestra decisión sin que le enfermedad nos condicione? El debate está servido. Pensemos en el que no piensa como nosotros y empecemos un diálogo ya. Es de ley.

* Periodista