Cuando con dieciocho años en septiembre de 2012 empecé a estudiar la carrera de Historia, advertí que no sería enfrentarme a una ciencia muerta y adquirir conocimientos enciclopédicos sobre un tema determinado para disertarlo en un aburrido almuerzo con vistas a lograr el entretenimiento de los comensales o para amenizar una charla de sociedad con datos alusivos a remotas batallas, reformas religiosas, eminentes personajes y gloriosas gestas del pasado.

Primero intuí y más tarde entendí y confirmé que la Historia, como bien decía Herodoto, es la ciencia que nos enseña cómo fue el pasado para poder comprender el presente y, en cierto modo, proyectar el futuro. Pero la triste realidad es, desgraciadamente, harto distinta por factores derivados de la triste herencia positivista decimonónica, que desde escuelas de otras épocas asociadas a distintos regímenes socio-políticos y diversos sistemas pedagógicos tanto, en opinión de quien escribe, ha dañado nuestra disciplina y del desideratum de las clases políticas y dirigentes que, con independencia a su color y signo, no fomentan su verdadero estudio en tanto que conlleva tres cosas que sumamente temen, cuales son: raciocinio, discernimiento y libertad.

El óptimo aprendizaje de la Historia, y lo que es más fundamental, sus adecuadas interpretación y puesta en práctica no descansan en memorizar en abundancia nombres, lugares y fechas que se aprenden hoy y mañana se olvidan. El secreto está en saber desentrañar por qué son significativos, qué o quiénes fueron sus ocasionantes y lo más importante: por qué se produjeron esos hechos, por qué actuaron esas personas y qué repercusiones tienen en nuestros días.

La gran mentira que se ha vertido sobre la Historia es, desde mi punto de vista, decir que está muerta, lo que se ha promulgado a viva voce no con estas palabras pero sí con nefastos planes de estudios, que han conllevado a la desafortunada infravaloración de nuestra ciencia, que se vende como muy sencilla y asequible para todo el mundo por aquello de la baja nota que se necesita en selectividad para acceder a esta «marginada titulación», lo que ha dado pie a que a nuestras aulas lleguen personas que creen, fruto del engaño del que son víctimas, que la nuestra es una carrera que se estudia regaladamente porque solo hay que memorizar unos cuantos datos a modo de listín telefónico; y cuando se topan con la cruda realidad de analizar, pongamos por caso, el impacto de la Reforma Protestante y de la Contrarreforma Católica en la Europa del momento y en la de nuestros días, tiemblan de terror porque esto no era lo que les habían dicho. Se frustran y tiran la toalla.

Considero que la solución a este grave problema viene dada con algo tan sencillo y a la vez tan complejo como es seguir los dictados de nuestro corazón y de nuestra conciencia a través de nuestra vocación. La gran desgracia de nuestra sociedad es que es avocacional, con la consiguiente pérdida de libertad que ello implica. Si los individuos que la componemos nos moviéramos a tenor de a lo que verdaderamente nos sentimos llamados, segura estoy de que muchos lamentables episodios que a lo largo del espacio y del tiempo --como por ejemplo las guerras de religión, la construcción de distintos regímenes de poder o dos guerras mundiales, todos ellos dicho sea de paso, eslabones de una misma cadena-- ha protagonizado el hombre hasta el día de hoy se hubieran evitado. Y precisamente esa gran lección me la enseñó la Historia, a la que en la Antigüedad denominaban, y no sin fundamento, magistra vitae.

* Graduada en Historia por la

Universidad de Córdoba