La notificación afectuada hoy por la Primera Ministra británica, conforme al artículo 50 del Tratado de la Unión Europea, por la que se anuncia oficialmente la intención del Reino Unido de retirarse de esta organización internacional, supone a la vez el punto de llegada de un proceso y el de partida de otro.

En cuanto al de llegada, hoy termina un proceso interno iniciado en el Reino Unido con el Referéndum de 23 de junio de 2016, en el que, por una ajustadísima mayoría (51.9 contra 48.1 por ciento) el pueblo británico optó por la salida de la Unión Europea. Cumplir esa decisión ha llevado su tiempo y ha resultado complejo, con intervención de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial británicos, pero la decisión está tomada y, desde hoy, también notificada.

Tal notificación constituye, al propio tiempo, en aplicación del artículo 50, el punto de partida de un proceso, esta vez a nivel de toda la Unión Europea, cuya complejidad y duración van a superar con mucho, a mi juicio, las del trámite interno británico antes referido. A este respecto, es importante tener en cuenta que el Brexit (esto es, la salida del Reino Unido de la Unión Europea) es, sobre todo, a partir de ahora, una cuestión de Derecho Internacional.

El artículo 50 citado establece que, una vez notificada la intención de retirarse, «la Unión negociará y celebrará con ese Estado un acuerdo que establecerá la forma de su retirada, teniendo en cuenta el marco de sus relaciones futuras con la Unión». Dicho de otra manera, para que el Reino Unido se retire de la Unión Europea, ambas partes deben negociar (y, en su caso, concluir) un tratado internacional en el que se regulen las condiciones de la salida y la posterior relación entre ellas, una vez que dicho Estado esté ya fuera.

Cualquiera que tenga un mínimo contacto con el Derecho Internacional sabe lo complicado que es negociar un tratado internacional del tipo que sea, incluso el más simple. Las partes miran y discuten, a veces, hasta las comas. Negociar un tratado como el que regule el Brexit va a ser extraordinariamente difícil, tanto por razones políticas como por motivos técnicos y jurídicos.

Desde el punto de vista político, el Reino Unido no puede permitirse que le vaya peor fuera de la Unión Europea que dentro de ella (en caso contrario, sería absurdo marcharse) mientras que la Unión Europea no puede permitir que al Reino Unido le vaya mejor fuera que dentro (en tal caso, su ejemplo animaría a otros estados, como Francia, Alemania, Holanda, etc., a marcharse, poniendo en peligro la continuidad de la propia Unión).

Por otra parte, son muy numerosos los problemas técnicos y jurídicos que deberán afrontarse para materializar esa salida con el menor daño posible. Por ejemplo, gran parte del Derecho interno actual del Reino Unido está compuesto por reglamentos comunitarios, que se aplican directamente en ese país, y por normas internas de transposición de directivas comunitarias que tendrían que ser substituidas por normas propias. Si les ha llevado nueve meses notificar la decisión ¿cuánto tiempo necesitarán para adoptar cientos de normas importantes, con sus correspondientes trámites (gobierno, parlamento, etc.)? Por otra parte, hay un elevado número de tratados internacionales celebrados entre la Unión Europea y terceros estados que actualmente se aplican a los británicos en tanto que miembros de esta organización y que se verán igualmente afectados por el Brexit. Y procesos en curso ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, o ante los tribunales británicos, en los que se estará aplicando el Derecho de la Unión, y deudas, gastos e inversiones comprometidas, operaciones en curso, y un largo etcétera de problemas que ese tratado debería prever y, en su caso, resolver.

¿Qué pasa si no hay acuerdo? El mencionado artículo 50 establece que, transcurridos dos años, «los tratados (léase, el Derecho de la Unión) dejan de aplicarse al Estado del que se trate», aunque este plazo es prorrogable si ambas partes están conformes. Se abren entonces, a mi juicio, varios escenarios posibles. El primero, poco probable, es que, transcurridos esos dos años sin acuerdo, la Unión Europea o el Reino Unido optaran por no prorrogar, dejándose directamente de aplicar el Derecho de la Unión en ese país, que saldría «de cuajo» de la organización, con los inconvenientes que ello traería consigo para todos. El segundo escenario sería el de prorrogar el plazo y seguir negociando el tiempo necesario para lograr ese acuerdo, o para constatar que no hay manera de alcanzarlo. Lograr un acuerdo en tal plazo prorrogado me parece difícil, pero no imposible. Sin embargo, tampoco me parecería descartable que la negociación se atascase y no se llegase a una salida negociada tras una o varias prórrogas. ¿Cómo reaccionaría el pueblo británico en tal situación? Una posibilidad sería que forzase a su gobierno (el que esté en ese momento, que puede ser distinto del que está ahora) a abandonar la Unión sin acuerdo, a pesar de los problemas, pero otra, justo en la dirección opuesta, que tampoco ignoraría, sería que reconsiderase su decisión inicial de abandonar la Unión. Recordemos que el resultado del referéndum fue igualadísimo. Habrá que estar expectantes.

* Profesor de Derecho Internacional de la Universidad de Córdoba