De repente las nubes se rasgaron, el cielo se abrió y los dioses cayeron como lluvia de cucaña. Y todos vimos que eran humanos, capaces --sin fingir-- del mayor desconcierto. Cayeron los maquillajes. Cayeron el colorete, la crema revitalizadora y el sérum antienvejecimiento. Cayó la máscara. Nunca sus rostros quedaron tan al descubierto. Nunca estuvieron tan desnudos. Y acudieron, al rescate, el pasmo, la incredulidad, el asombro. Expresiones que ellos usaban, como de rutina, en su repertorio de trabajo, aparecieron ahora por libre, reclamando su primer plano.

Si tengo que quedarme con algo de esa comentada noche de los Oscar, me quedo con eso. Con la foto del instante en que se deshizo el entuerto y nadie daba crédito a lo que vivía. Por unos minutos, nadie supo dónde estaba la realidad y dónde la ficción. Algunos, boquiabiertos, lo aplaudían ya como el mejor gag de todos los tiempos; otros, viendo más lejos, apretaban los labios para no gritar: ¡chapuza, fiasco, vergüenza!

Cuando, por fin, la realidad se impuso al desbarajuste, apareció el bochorno. No hay dinero en el mundo para pagar ese plano en el que aparecen, juntas, tantas estrellas --Meryl Streep, a la cabeza-- sumidas en el mismo abandono. No hay director capaz de organizar ese caos. Ni Berlanga, maestro en el arte de largos y atiborrados planos secuencia.

Pero si del plano general pasamos a los cortos, se nos revelan, también, pequeñas joyas. Shirley MacLaine, queriéndose hacer pequeña, minúscula, ínfima, la mirada clavada en el escenario, como diciendo: «Hermano, ¿pero qué has hecho?». Y Faye Dunaway --¿era de verdad Faye Dunaway?-- abriéndose paso, divertida, en el tumulto del escenario y desapareciendo de puntillas, como diciendo: «Ahí os dejo el muerto; ocupaos vosotros del entierro».

Y díganme que estoy loco, pero por un momento me pareció ver a Osgood Fielding III, el multimillonario de Some like it hot, sobrevolando el auditorio y diciendo, con la misma sorna que al final de la película: Nadie es perfecto.

* Actor y director teatral