En el Colegio siempre ha habido horas de bullicio, de travesuras de los alumnos que se apresuran, gritan, se amenazan, urden alianzas, pelean. Pero aquel muchacho era taciturno, preocupado de sí mismo, rezagado, escasamente comunicativo. En el patio de recreo se observan burlas y algunos porrazos porque es espacio de expansión de la adrenalina de esos jóvenes. Algunos rondan a ese que es rezagado y empiezan divertirse a su costa, aguijoneándolo

Ese pobre muchacho vive a la deriva, flota en un mar de novatadas. No siente los insultos, las molestias ni el desprecio que provoca en sus compañeros. Esos colegas son nube de moscas que no dejan de zumbar a su alrededor. Padece, allí aislado; está como un leño, silencioso. A veces cree ser una babosa.

Finalizado el tiempo de descanso todos vuelven a la clase y este muchacho se encamina solo,tras el grupo, tristemente hacia el aula, donde comienzan las sonrisas sarcásticas, el runrúneo, el caracoleo. Entra el profesor y la tempestad a punto de comenzar se calma. Pero aquel introvertido mozalbete está entre todos sus compañeros en la pica de su soledad, excluido de ese mundo, como encarcelado y atado al potro de castigo que es su mesa de trabajo.

Pasaban los días y la coalición contra él continuaba, convertido en mendigo de quince años, inerte, sin la sombra de su sonrisa, lleno de dolor, de rebeldía, como de cartón piedra. En ese adolescente todo era sufrimiento. Le molestaba la rampante hipocresía de sus camaradas de clase. Cuando regresaba del colegio a su casa no tenía hambre pero sentía una vacío agrio en su estómago. Estaba lleno de asco, de disgusto, naufragado, tibio, a la deriva. Se sentía solo tanto en el aula como en su casa. Desalentado, cuando salía a la calle no paseaba sino que deambulaba sin rumbo. Se acomodó en el banco del parque y sintió la tentación de que tenía que acabar con su vida. Estaba destruido, destrozado.

«Una burla más y desapareceré del mapa», se dijo.

Regresó a su hogar y continuaba ausente, con una ausencia apacible, desdeñando el tumulto de sus agresores, ese modo escolar despreciable. Se fue a dormir y en su cama se sintió como enterrado vivo, las paredes de la habitación le aprisionaban, oprimían, asfixiaban. Se sintió como larva subterránea.

Al despertar del día siguiente notó que se había acabado la montaña que le aplastaba.

Fue a la cocina de su casa; del cajón de los cubiertos extrajo un cuchillo de cocina bien afilado y lo escondió en el bolsillo de su cazadora.

Era un joven desesperado que no quería seguir viviendo. Se sabía desgraciado. Repentinamente cambió su decisión. No se iba a suicidar sino que decidió entrar en clase y acuchilló a cuatro de sus compañeros que estaban empezando sus tareas.

Se sintió orgulloso por el acopio de valor que había acumulado y por el drástico cambio en su estrategia de defensa.

Ahora se encuentra recluido y evaluado. Sospechan que sufre desvarío. Pocos hablan de que haya podido ser acosado. Él sigue ensimismado en su melancolía, cree que sus manos le han traicionado pues deberían haberse clavado en su corazón. Recluido, ante sus evaluadores, se dijo: «¿ Y a mí quién me da la alegría de vivir?».

* Catedrático emérito de la UCO