Van a correr ríos de tinta (de bits) sobre Trump y su política. Están corriendo ya, sin ni siquiera esperar a los clásicos cien días desde la toma de posesión. Y, en gran medida, porque él no quiere que esperemos. No le interesa.

La estrategia de Trump es muy simple. En primer lugar, Trump tiene prisa por poner en marcha su política porque no es corriente en la tradición política norteamericana tener un Congreso y un Senado del mismo partido que el del presidente. Lo normal es una situación de «divided government» en el que uno de los pilares está dominado por otro partido: en los últimos 50 años sólo en 8 ocasiones (16 años) ha habido coincidencia entre los tres. Lo normal es que un presidente tenga algún periodo con las Cámaras, para luego entrar en un «divided government». El que Trump no tuviera la mayoría del voto popular, sino de los delegados (sólo cinco veces en toda la historia), augura un cambio de mayoría en las «mid-term elections» de noviembre de 2018. Más aún, cuando algunas de sus políticas están movilizando demasiados grupos que no fueron a votar. Trump tiene prisa, además, porque su táctica electoral es la de generar continua polémica para estar en los medios y mantener movilizado a su electorado. Trump necesita, para sobrevivir políticamente a su vacío argumental, agitar la política. Por eso es, aparentemente, imprevisible.

La previsibilidad de Trump viene dada por los objetivos que persigue que son muy sencillos. Trump es un empresario de un sector no expuesto a la competencia (el inmobiliario y los casinos), apoyado por empresarios que representan la vieja industria pesada norteamericana (acero, petróleo, automóviles) y al complejo “industrial-militar” que denunciara Eisenhower en su discurso de despedida de enero de 1961. Los intereses de este grupo, que representan lo más rancio y más reprobable de la sociedad norteamericana, son los que determinan los objetivos del nuevo gobierno. Para estos intereses es más importante poner barreras arancelarias al acero chino o a los automóviles fabricados en México que la posible inflación y pérdida de bienestar de los norteamericanos, a los que se les engaña con los posibles puestos de trabajo que se pudieran crear, porque así ganan los empresarios que representa Wilbur Ross, el nuevo secretario de Comercio. A estos intereses no les importa un repunte de inflación, con lo que perderán los trabajadores norteamericanos, porque la inflación mejora las expectativas de beneficios de los bancos y se diluye la deuda pública norteamericana (en manos de China). Para ellos, además, es importante generar incertidumbre en Oriente Próximo para que suba el precio del petróleo, con lo que aumentan las ganancias de las petroleras como Exxon Mobil (que ha colocado a su presidente Rex Tillerton como secretario de Estado) y de la industria pesada armamentística, al tiempo que se induce la volatilidad de los mercados, entorno en el que ganan dinero de verdad (ahora que la especulación está más controlada y los tipos de interés son muy bajos) los «hedge funds» que gestionaba el actual secretario del Tesoro (Steven Mnuchin). Y podría seguir.

La política económica y exterior, así como la comercial, de inmigración o medioambiental, de Trump es muy simple. Para saber lo que va a hacer la Administración Trump en los dos próximos años, sólo hay que analizar lo que les puede interesar al grupo de empresarios que está detrás de Trump y saber que, para ellos, el objetivo es ganar dinero y la política una excusa para aumentar los rendimientos. Si para ello hay que mentir o vulnerar derechos, lo harán.

Trump representa lo peor de la sociedad norteamericana: la de los intereses, la de los prejuicios raciales, la de la fuerza bruta, la de la arrogancia, la de la hipocresía. Ante esto, la única esperanza es que dentro de dos años hay elecciones parciales y puede haber rastros de razón y decencia en los Estados Unidos.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía