Las Hermandades del Trabajo están de celebración, la de su 60 aniversario, que se cumplió ayer. Para festejarlo preparan un intenso programa de actividades que se inició este miércoles con una misa en su sede de la calle Rodríguez Sánchez, a la que seguirá, entre otras iniciativas sociales destinadas a recordar su larga trayectoria a favor de los asalariados más modestos, la publicación de un libro en el que se incluyen numerosas colaboraciones de personas vinculadas a la entidad. Pero el grueso de la obra lo constituye una entrevista realizada por la periodista Carmen Arroyo al padre Carlos Romero, cuya vida discurre paralela a la de las Hermandades desde que una tarde de abril de 1956 el obispo Fray Albino se plantara en plena siesta en el convento de San Agustín para encargarle su creación en Córdoba, a modo de instrumento de justicia y promoción laboral en los oscuros y miserables tiempos de posguerra.

No le gustó demasiado el encargo, según ha reconocido alguna vez, a este manchego nacido en Puerto Llano en 1930 que había llegado a Córdoba tres años antes. Porque lo suyo, como buen dominico, era predicar por esos mundos de Dios, con lo que además contribuía al sostenimiento de su orden. Pero se empleó tan a fondo, ayudado por la Hermandad Ferroviaria, la del Instituto Nacional de Previsión (hoy Seguridad Social) y la de Telefónica, que el 25 de enero del 57 se fundaban oficialmente las Hermandades del Trabajo -un año después contaban ya con 1.500 afiliados- y él era nombrado consiliario de su consejo diocesano. Y así hasta ahora.

Como la razón de ser del proyecto era dignificar a la clase obrera con justicia social, formación laboral y disfrute del ocio, empeños que requerían recursos y ellos no tenían un duro, echaron a volar el ingenio y, siguiendo la costumbre de la época, montaron tómbolas benéficas, mercadillo de juguetes baratos en Navidad y, casi desde el comienzo, por mayo una caseta de feria donde todo el mundo arrimaba el hombro; hasta el obispo Cirarda, a quien en cierta ocasión se pudo ver friendo huevos en la cocina. La caseta, quizá la más familiar y económica del real, la mantuvieron hasta hace poco, cuando las Hermandades se sintieron incómodas en su reducido espacio de El Arenal y, envejecido el personal que la atendía sin cobrar un céntimo, no encontraron el voluntariado que lo relevara. Mantienen, venida a menos, la residencia de tiempo libre de Cerro Muriano, pero desde el 2003 es solo un recuerdo lo que sin duda fue su obra más popular, la que desde 1968 que se puso en marcha hizo que se superaran los dos millares de afiliados, con sus respectivas familias: la piscina del Fontanar, aquel paraíso de sol urbano y tortilla que, a cambio de cuatro perras, entretuvo tantos veranos de la clase obrera.

Hoy que todo el mundo tiene parcela, legal o no, que abundan las piscinas públicas y privadas y que al menos una semanita de playa está al alcance de cualquiera, ya no tendría razón de ser algo parecido al Fontanar. Tampoco la labor de las Hermandades como garantes del buen trato al obrero tienen sentido en un régimen de democracia y libertades vigiladas por sindicatos y partidos, de los que la entidad fue buena cantera, a pesar de que siempre quiso estar ajena a ideologías, lo que al final acabó pasándole factura. Pero en su sede, donde siguen dándose cursos de formación, se trabaja contra el paro, el subempleo y la marginación. Igual que hace 60 años.