En la España de la Dictadura, el duelo entre clasicismo y vanguardia -futurismo, cubismo, dadaísmo, ultraísmo, superrealismo, creacionismo- en la música, la pintura, la novela o el teatro fue tema de especial interés para unas minorías de perímetro cada vez más ensanchado y de sensibilidad cultural en progresión creciente. Aunque el I Centenario de la Revolución comunista se muestra ocasionado a recordar algunas de las más importantes y de mayor y combativo mensaje social del periodo siguiente, el de la Segunda República, que tuvieron su punto de partida en la segunda fase del septenado primorriverista, varias causas impiden al cronista adentrarse en tan excitante geografía cultural y política, con la excepción ya indicada en el título del artículo.

Rusia, la Rusia soviética, no encontró pregoneros más animosos que los responsables de las variadas editoriales -Cenit, Hoy, Historia Nueva, Jason, Morata y, sobre todo, Oriente y Biblos- que destinaron sus catálogos a dar a conocer -con acento encendido, bien se entiende- los héroes de la revolución de 1917 y las conquistas logradas para su país, convertido en meca de todos los desheredados del mundo y heraldo de una nueva humanidad. Justamente cuando en el resto de Europa se asiste a cierto desencanto en los medios más avanzados cara a un régimen que, con el afianzamiento de Stalin, adquiría hechuras tiránicas, el sentimiento rusófilo alcanza en parte de la elite española caracteres casi religiosos. Los oficiantes del culto soviético, aunque en su mayoría no identificados con los postulados esenciales del comunismo, veían en su credo el instrumento mesiánico no solo de la justicia social reclamada durante siglos por la historia, sino también el lazo de unión con un pueblo deificado y mitificado como aurora de un tiempo de bienandanza eterna.

Pero así como los miembros de la Alianza de los Amigos de Rusia, del plutócrata extremeño Diego Hidalgo -autor del complacido y complaciente libro Un notario español en Rusia. Madrid, Cenit, 1929- y los escritores consagrados y algunos en plena ascensión, como el socialista Álvarez del Bayo, no visualizaban, en un horizonte próximo, a la Península Ibérica como segundo gran territorio europeo en recepcionar el Octubre rojo, los jóvenes colaboradores -periodistas, ensayistas, novelistas, artistas- de las editoriales más comprometidas con la revolución rusa aspiraban a la pronta plasmación de su triunfo en suelo ibérico; y así pudieron defenderlo a la vista de una Dictadura aquí permisiva, que, de otra parte, les servía de prueba mayor para su propaganda... El éxito publicístico y comercial de esta literatura pro-soviética fue de tal relieve durante el trienio 1926-29 que inclinó a editoriales de impecable pedigrí capitalista como Espasa y, sobre todo, la por entonces muy célebre C.I.A.P, a incluir entre sus títulos obras de la misma temática. En la pleamar de esta corriente, solo Ortega y Gasset y sus empresas editoriales se mantuvieron celosamente al margen. El descrédito de las vanguardias, ya en las postrimerías del primorriverato, se debió, en buena medida -aparte de su agotamiento universal-, a la crítica hostil que le proporcionara en los sectores ya indicados la circunstancia de encontrar patrocinio y aliento, actitud que perseguiría al autor de La rebelión de las masas hasta más allá de su muerte….

* Catedrático