Llega el Adviento, tiempo de espera y de alegría profunda --esa es al menos la que debía existir y no la artificial derivada del consumo de estas fechas-- y en nuestros corazones de creyentes comenzamos a sentir el pálpito, la ilusión, la esperanza, la certeza plena que nos brinda nuestra fe, de que Dios, puntual, como viene haciéndolo ininterrumpidamente, sale a nuestro encuentro.

Sí, Dios, en toda su magnitud, en su misterio inconmensurable, su grandeza, la que como Creador le corresponde, sale a nuestro encuentro porque es mucho, porque es tanto el amor que nos tiene que quiere hacerse visible entre nosotros, quiere hacerse uno de nosotros, quiere que nada de lo nuestro, le sea ajeno. Quiere hacerse de la misma carne del ser más preciado de su Creación: sentir, vivir, gozar, sufrir, morir como lo hace este.

Pero nuestro Dios, ese en el que creemos, no es un dios al uso como los demás, lejano, inalcanzable, ajeno a nuestra existencia, al que solo le agradan sacrificios de sangre y carne, al que hay que «contentar» con una sumisión de vasallaje, de postración y de temor inquietante... Nuestro Dios tomó conciencia de que ese amor que nos tenía --y por el que fuimos creados-- era difícil de ser entendido, asimilado y vivido como el don más preciado del que podría disponer cada hombre y pensó que tenía que hacerse presente entre nosotros, con nuestra carne, con nuestra apariencia, con nuestra debilidad...

Y en ello andaba cuando decidió que para ello necesitaba una cooperadora y en sus planes halló a una joven doncella de Nazaret, llamada María. A Ella la preservó de toda mancha porque en su vientre engendraría a su hijo, un Dios Hombre, que estaba llamado a ser el Salvador del mundo, la presencia viva y cercana, hecha uno de nosotros de ese Dios que tanto amor había derrochado para crearnos.

Y aquella doncella, sin comprender en toda su plenitud lo que se le pedía pero con una fe ciega en Dios, contestó al mensajero Gabriel: «¡Fiat!», hágase, aunque eso le costara en un primer momento la incomprensión, si no el rechazo, de aquel joven José con quien estaba desposada y que, por una revelación en sueños, comprendió, aceptó y, así, amó sin reservas a su prometida y a la que criatura que ella albergaba en sus entrañas.

Y así Dios se hizo hombre. No hubo palacios, ejércitos ni sirvientes para recibir a quien como tal, hijo de un dios, habría de corresponder; por no haber no hubo ni siquiera una inmunda habitación en una posada de un villorrio llamado Belén.

El ángel enviado por el Señor se encarga de anunciarlo a los pastores, a los humildes, aquellos situados en los peldaños más bajos de la sociedad judía. Ellos serán los primeros destinatarios de la revelación celestial, hombres sencillos abiertos a la fe. Son representantes del pueblo de Israel: por ellos se comunica la alegría a todo el pueblo. Los evangelios nos hablan de los pastores como hombres anónimos que guardan sus rebaños con fidelidad y dedicados a su trabajo, ajenos al nacimiento del Niño.

Son ellos los primeros que se acercan, los primeros en ofrecer sus regalos, los primeros que rinden «pleitesía»; no son los grandes del mundo, nobles, militares, grandes mercaderes... Y es que ¿en qué cabeza humana cabe esperar a un Dios, a su heredero, en una cueva de animales?

Adoran, miran embelesados, sonríen a un recién nacido, a un bebé, todo ternura, bondad, inocencia, amor, a una criatura accesible, cercana, sin boato, a un bebé que te atrapa con su debilidad, su pequeñez, su atractivo natural... Un bebé al que coger, al que «achuchar», al que acariciar, al que besar en su frente despejada... Y, sin embargo, sin ser apenas conscientes, lo están haciendo a un Dios que se ha hecho hombre. Así, tan fácil, tan cercano, tan accesible, tan tierno, tan al alcance de todos... un Dios que es uno de nosotros. Ése mismo al que esperamos, con la esperanza en el corazón, con la ternura a flor de piel, con la certeza de que lo tenemos ahí, a nuestro alcance, a un paso...

Un Dios que más tarde, precisamente por no haber llegado con la majestad y gloria que le hubieran debido acompañar, no fue reconocido como el mesías esperado, lleno de poder, acompañado por legiones de ejércitos, el que habría de despojarlos del yugo romano, el que, por tanto, carecía de «credenciales» para ser el que esperaban; no era el que interesaba al poder dominante farisaico y terreno, al que cuestionaba, y por ello fue condenado cruelmente a muerte, a la más ominosa, la de cruz...

A ese mismo, que nació humilde, accesible, que siempre acompañó al que lo necesitaba, el que tantos signos realizó, el que curó a leprosos, a ciegos, a paralíticos, el que resucitó a su amigo Lázaro o al hijo de la viuda de Naím, el que perdonó a la adúltera o el que en sus últimos instantes aseguró al buen ladrón que «hoy estarás conmigo en el paraíso», es el que yo espero. Ahora. En Adviento. El que nace para que todos tengamos plenitud, para que todos seamos dignos de Su Amor, perdón y promesa de Vida Eterna.

* Periodista