Mire que un servidor de ustedes es nacionalista. Pero claro, de ese rarísimo nacionalismo tardío de «por sí, por España y la Humanidad», que ya en su definición quita llamadas a tanta sangre vertida inútilmente. Que nada tiene que ver con esa corriente política heredera del romanticismo que tantos muertos dejó en el siglo XX, por ejemplo dando pie a la Segunda Guerra Mundial a través de movimientos fascistas, y que además es todo un peligro actual para el mundo, reconvertido en neonacionalismo temeroso de la globalización. Es ese neonacionalismo de Rusia, del Brexit, de Trump, del Estado Islámico, del neofascismo de Francia y de Alemania... Del temor al extranjero y al compatriota. Que ya lo dice un refrán chino: «Lo contrario al amor no es el odio: es el miedo». Y son tiempos contrarios al amor, no tanto por odio (que también lo hay) sino por puro miedo.

En todo caso, en mitad de ese temor global me llama hoy la atención, más aún que la sinrazón del atentado de Berlín, el anuncio de que habrá una Beca Cervantes para que los estudiantes, mientras completan estudios, conozcan la realidad del día a día de otras autonomías, derivadas con el tiempo en autonosuyas, o autonopropias. Se trata de que, como ocurre con la beca Erasmus que tanto ha hecho por Europa, los jóvenes comprueben por sí mismos que en el instituto de a unos cientos de kilómetros la gente no tiene cuernos, rabos, tridentes ni visten de rojo.

Ahora bien, y aplaudiendo la iniciativa, lo que me preocupa es... ¿A ese extremos hemos llegado de desconocimiento y tópicos entre las comunidades autónomas para tener que enseñarles con becas a los estudiantes que somos más parecidos de lo que creemos y que hay que mirar más allá del cercado de la finca?

Qué poco hemos aprendido de la historia más sangrienta y reciente de nuestro mundo cuando tenemos que encomendarnos, una vez más, a esa frase lapidaria de hace casi un siglo de Miguel de Unamuno: «El fascismo se cura leyendo, y el racismo... viajando».