Crisis económica. Esta es la palabra letal que en los últimos años no para de escucharse en todos los ambientes y estratos sociales y de la que, en todas sus más visibles facetas, se hacen diariamente eco los medios de comunicación, con independencia de su color político. Desafortunadamente, términos como paro, desahucios, empobrecimiento y recortes a todos los niveles han pasado a formar una arraigada parte del vocablo colectivo. Pese a que lo anterior es una palpable y triste realidad, es solo la cáscara de la naranja. El problema de fondo es en mi opinión mayor.

En efecto, padecemos una crisis económica que ha frustrado sueños, esperanza y proyectos de un importante colectivo poblacional, pero no es lo más terrorífico esta adversa coyuntura en sí, tanto como lo son los negativos efectos derivados de la misma, que ponen sobre el tapete la grave crisis de valores que vivimos desde que este fenómeno se hizo realidad allá por el año 2008, pues esta crisis económica con todas sus manifestaciones, no es sino reflejo de las profundas carencias que a día de hoy en el plano psíquico y moral sufrimos todos y cada uno de nosotros --desde las instituciones a la gente de a pie--, con todo lo que ello implica para las futuras generaciones.

La crisis económica ha puesto en evidencia, entre otros elementos, el materialismo sobre el que están construidos nuestros cimientos, y ha ahogado virtudes como la generosidad, la solidaridad, la empatía, el esfuerzo, el tesón y la responsabilidad, elementos que, a pequeña escala caracterizan a un individuo y a grandes rasgos definen una identidad colectiva, una nación y una cultura. También ha desmantelado la escasa capacidad de reflexión que hoy por hoy se advierte en la inmensa mayoría de la gente, más interesada en comprar para sus hijos el móvil de último modelo que el más simple libro de lectura.

He aquí una de las razones por las que cada vez se estudian menos las humanidades, en tanto en cuanto estas tienen la llave que abren la puerta a nuestro raciocinio y nos hacen proyectar al hombre en su dimensión escatológica, amén de ser un pilar fundamental para conformar nuestra personalidad y determinar el correcto uso de nuestra libertad. Nos obliga a pensar. Esto es algo que no desconocen los poderes públicos, de ahí que no les interese que lo anterior se enseñe y se practique. Esto es lo que nos explica la acusada disminución de subvenciones para el estudio de esta parcela del conocimiento.

Tampoco interesa que se eduque a nuestros jóvenes y a nuestros niños en valores por los antedichos motivos, y esto es lo que desgraciadamente, está anidando por momentos en nuestra sociedad con nefastas repercusiones, todo lo cual es, asímismo, la más fehaciente prueba de un sistema cada vez más deshumanizado y corrupto. De nada nos vale escandalizarnos, pues tenemos lo que estamos construyendo piedra a piedra.

La solución que podemos darle a este conflicto, aunque pueda parecer muy utópica, reside en dos elementos fundamentales: la escuela y la familia, células básicas y fundamentales de la forja de la persona, y contra la que en los últimos años se está arremetiendo, voluntaria o involuntariamente, de manera inmisericorde. Solo desde estas entidades se puede, si no se las destruye, aprender valores y concienciarnos de la importancia que las Humanidades en todas sus ramas tienen en el condicionamiento y proyección de nuestra conducta. Si no somos conscientes de estas realidades, no solo abocaremos al fracaso el sistema social en el que vivimos sino que a la larga o a la corta pondremos en jaque nuestra propia supervivencia.

* Graduada en Historia por la

Universidad de Córdoba