Opinión
Una persona admirable
Conocí a Eugenio Arévalo cuando tenía unos trece o catorce años y él treinta y pocos. Llegaba de Sevilla como un consagrado profesional de la medicina y visitaba ocasionalmente a mi abuela, a la sazón su tía, para tratarla en algunos de los arrechuchos propios de su edad. Lo recuerdo con su cazadora de cuero modelo aviador, las gafas de sol verdes, modelo Manolete, y con marcado acento sevillano. Le recibíamos con la veneración que hace años se le profesaba a los médicos, más aún en las visitas a domicilio. En aquellas ocasiones la seguridad que transmitía, junto al cariño con que la trataba, contribuía con seguridad al éxito del tratamiento que dispensaba. Fue en aquella época cuando mi abuela me dijo que quedó huérfano de padre siendo él muy joven. Me hablo de cómo su madre, Carmela, una persona decidida, de carácter, recia, logró sacar adelante a sus cinco hijos. Me explicó del esfuerzo, el trabajo y el tesón con que estudió la carrera de medicina, su gran vocación, a costa de sacrificios que no vienen al caso. Todo ello me hizo sentí por él verdadera admiración.
Transcurridos bastantes años volvimos a reencontrarnos. Nuestra común afición a los toros nos hizo coincidir en numerosos lugares, actos culturales, festejos, tertulias y demás eventos. «¿Qué tal, sobrino?», era invariablemente su saludo, «dale un beso a tu madre de mi parte», era siempre su despedida. Ya en esta época lo veía desde el tendido, resguardado en el burladero del callejón, junto la bocana de la enfermería, con el mismo aplomo de antes y una sonrisa franca con la que transmitía una serenidad reconfortante. Lo seguí admirando.
En estos últimos años, por razones profesionales, lo he visto aún con más frecuencia. Estaba más distendido, jubilado de su vocación y entregado a su afición. Al formar parte está última edición del jurado del trofeo municipal taurino Manolete, me permitió disfrutar varias veces de su visita en el entorno de Orive, conversar largamente, tratarlo en un nivel de igualdad que, llevado por mi reserva, no me había atrevido a alcanzar. Cuando se despidió la última vez que nos vimos, tras los consabidos recuerdos para mi madre, bromeó sobre las canas que ya tiene aquel chaval que conoció recién llegado de Sevilla. Mientras se marchaba pensé en cómo, a sus 74 años, mantenía en relación con su afición taurina la misma capacidad de trabajo, tesón y esfuerzo que en su juventud empleó en su vocación médica. Me volvió a parecer admirable. En estos días, con motivo de su sorpresivo fallecimiento, he oído numerosos comentarios de sus cualidades como persona, médico y aficionado taurino, quizá demasiado centrados en esta última faceta. En los tres aspectos, los que yo he conocido, destacaba. Muy buen aficionado, magnífico médico, pero por encima de todo, extraordinaria persona. Vaya desde aquí mi público reconocimiento.
<b>Leopoldo Tena Guillaume</b>
Córdoba
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