En el ámbito del desempeño laboral, cobra especial relevancia la integridad de las personas como una competencia profesional. Se trata de un valor en alza, un valor a destacar, si de verdad se quiere recuperar la honestidad y la honradez en el comportamiento de las personas, tanto a nivel privado como público. El ambiente que se ha generado en los últimos años por los numerosos casos de corrupción política, hace que competencia como la integridad sea un elemento determinante para identificar situaciones de riesgo y favorecer la toma de decisiones de acuerdo con los principios de honradez y transparencia. Y esto es especialmente importante en la Administración pública.

Como afirma Bruning (2013) en Integridad y Buen Gobierno, «trabajar para la Administración pública es atractivo y puede resultar altamente gratificante, pero a veces, hay algo que no marcha y no siempre uno ve las cosas claras: vacila, duda, necesita más tiempo, posterga una decisión o directamente no se atreve a tomarla; y otras; a uno le rechinan los dientes por tener que soportar acusaciones que no son ciertas». Se refiere a los dilemas, que consisten en disyuntivas de tipo ético o moral. Son asuntos en los que entra en juego nuestra conciencia, nuestros valores, en el que los principios éticos de la persona pasan a ocupar un lugar clave en los procesos de toma de decisiones moralmente correctas.

Enfrentarse a un dilema es enfrentarse a un conflicto, entendiendo este como la circunstancia por la cual se percibe tener intereses mutuamente incompatibles, generando un contexto de confrontación y permanente oposición.

En la práctica, las personas se enfrentan a un conflicto entre lo que quieren hacer (intereses personales), lo que deben hacer (intereses colectivos) y lo que pueden hacer (permisividad de las normas). Integridad significa completo, sin fisuras, sin doble cara, se actúa por deber no por conveniencia. En una sociedad donde se pierden los valores y crece la desconfianza, la integridad es un desafío permanente en la vida personal, en la actividad profesional, en la empresa, la familia y la sociedad en general.

Las noticias sobre presuntos casos de corrupción tienen un gran impacto y repercusión en los medios de comunicación, y predisponen a la opinión pública a considerar que el comportamiento habitual de los políticos dista mucho de ser ético y por tanto, la política es un foco de corrupción permanente, dando a entender así que los que se dedican a ella solo buscan el interés personal. Esto no es verdad. Hoy más que nunca hay que reivindicar la función del político como pieza angular para que el sistema democrático goce de buena salud. Soy de los que opinan que el político forma parte de la sociedad, y si la sociedad alberga comportamientos corruptos, no debe causar extrañeza que el político, cuando se acerca a la política, repita dichos comportamientos. El ordenamiento jurídico deberá ponérselo muy difícil, que las consecuencias a sus actos sean importantes. La virtud en política existe, por lo que el político puede y debe enmarcar su comportamiento virtuoso como el equilibrio deseable hacia el cual todo gestor público debe tender.

Actuar éticamente está muy por encima del simple cumplimiento de códigos, leyes y normas; lo importante es el comportamiento y actitud personal, buscando siempre la coherencia entre lo que hace y sus convicciones y principios. El comportamiento íntegro a veces supone un elevado coste político y personal, pero vale la pena porque tu conciencia, la satisfacción personal del deber cumplido, está muy por encima de cualquier otra consideración.

En consecuencia, la integridad como competencia profesional viene a ser la piedra angular para desarrollar un comportamiento individual contra todo tipo de corrupción, la económica principalmente, pero también se pueden incluir la mentira, el sectarismo, el privilegio o la destrucción del adversario calumniando e infundiendo falsos testimonios para tomar posición de ventaja sobre los demás.

* Profesor asociado (Universidad de Córdoba)