Opinión | Cosas
La boina de Tomás Becket
En 1964 Peter O’Toole y Richard Burton se encontraban en el momento álgido de su carrera.El primero guardaba intacto el halo de haber reencarnado a Lawrence de Arabia dos años atrás. Y en el 63, el señor Burton se metía en la piel de Marco Antonio para embelesar a una Cleopatra de ojos violáceos que debutó en el cine como niña prodigio acompañando al perro Lassie.
O’Toole y Burton coincidieron en Becket, la película que estiliza la tormentosa relación entre Tomás Becket, a la postre uno de los grandes nombres que la Inglaterra del medievo aportó al santoral católico. El otro --Peter O’Toole--, amigo y verdugo del santo: el rey Enrique II Plantagenet, más conocido por ser el padre de Ricardo Corazón de León. Fuera de las amistades truncadas, y del celo de Becket por escoger antes a Dios que al amigo al designarle el monarca como arzobispo de Canterbury, me quedo con el fotograma en la que el rey arrepentido visita el féretro de su camarada. En esa secuencia se refleja el eterno dilema entre el personaje que entrega su vida a mayor gloria del mito, y el que la conserva, dejándose arrastrar por la glosa de la realidad.
Tres años sobreviviría Ernesto Guevara a la filmación de esta película. Casi cincuenta ha sobrevivido Fidel Castro a ese Che abatido en los cerros bolivianos. No es que los iconos de la revolución cubana se planteasen ser unos Becket y Plantagenet contemporáneos, pero el reparto de los papeles ha sido modélico este medio siglo. El rostro del Che Guevara se convirtió en un icono laico, el patrón de las utopías que universalmente se clavó con chinchetas en dormitorios donde se velaba la rebeldía, o en camisetas que se apropiaban el Patria o Muerte para conjugarse con los sones del Rincón cubano. Fidel lidió con la parte más difícil, la del idealismo que forzosamente se acompaña de tintes autoritarios, la molestia de dignificar al pueblo prescindiendo del burgués inconveniente de la democracia. La consolidación de la revolución cubana llevó a algunos de sus artífices del aura al limbo, cual es el caso de Camilo Cienfuegos. Pero el Che y Fidel se respetaron; el segundo con una verborrea que lo ocupaba todo, y esa arrogancia que desafiaba a la muerte y al silencio; el Che aportando desde su espectro la impronta romántica, ayudando a dominar a las masas con la sutil franquicia del idealismo.
A Fidel y sus barbudos no se le discute haber volteado la consideración de Cuba en la cosmogonía contemporánea, y de aquel pasado de sumisión a los norteamericanos solo se salvó el Tropicana, y los Cadillac que condujeron los reyes del mambo. Marx no pudo suponer que en la Gran Antilla se varó un comunismo herrumboso, que ha trapicheado a embargos y huracanes. El politburó soviético se refugió en las guayaberas para mantener la democracia. Pero esa dignidad prescindió y amordazó libertades, y en la Florida del exilio desarraigada, este fallecimiento ha provocado similares sentimientos a aquel noviembre en que aquí falleció el dictador. La comitiva que paseará hacia el Caribe oriental las cenizas de Fidel arrastra consignas de nostalgia. Los retratos de Fidel ya han cambiado la gorrilla caqui por la áulica boina de los santones libertarios.
* Abogado
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