Opinión | Tribuna abierta

Leyendo el periódico

Quisiera hablarles hoy de un fenómeno que no por cotidiano, deja de ser sorprendente: ¿se han dado cuenta de lo ecuánime, lo sensata, lo bien fundada que nos resulta la línea editorial de nuestro diario favorito? Es algo así como la razón hecha letra impresa: puro sentido común, sobria descripción de la realidad -sin añadidos, sustracciones o tic alguno que revele una deformación tendenciosa. Estamos persuadidos de que el mundo se aparece a través de sus páginas tal y como es.

Un cauto escepticismo debería acompañar a este descubrimiento, especialmente cuando constatamos que todo el mundo piensa lo mismo de su propio diario. No alcanzamos a comprender cómo ese ingenuo lector del otro lado de la cafetería no percibe que los “hechos” que su periódico le presenta se hallan tan contaminados por valoraciones espurias que su pretendida “correspondencia” con la realidad requiere el uso apremiante de comillas. Se nos plantea entonces una pregunta: ¿Nos sucederá a nosotros lo mismo? ¿Estaremos ciegos ante las manipulaciones de nuestro diario? Uno está convencido de su propia clarividencia, por supuesto, pero sospecho que tal vez aquel lector que ahora sorbe su café también lo esté de la suya.

Consideremos la religión: también el prosélito “sabe” que la suya es la única verdadera, y que todas las demás son prácticas idolátricas. ¿Estaremos encerrados en nuestros periódicos de un modo parecido a como lo está el creyente en su creencia? ¿Repetiremos sus editoriales con la misma cándida confianza con la que un judío recita la Torá o un mormón “El libro del Mormón”? Pero el fenómeno religioso exige, según Kierkegaard, un “salto” sobre el abismo que separa razón y fe, lo cual exime al creyente de la necesidad de ser muy puntilloso en cuestiones de lógica, al tiempo que libera su creatividad a la hora de examinar los hechos. La prensa, sin embargo, tiene su razón de ser precisamente en lo contrario: en ser fiel a los hechos, en atenerse a argumentos razonados (o razonables), en deslindar juicios fácticos de juicios de valor. Al contrario de las religiones, a las cuales sólo se llega por medio de saltos y constituyen -por así decir- islas separadas por océanos de incomprensión, los diversos periódicos deberían componer entre ellos un único texto donde hechos y argumentos pudieran confrontarse ecuménicamente. Resulta obvio que esto no es así.

Y es que vivimos en sociedades plurales en las que no es dable establecer una jerarquía de valores aceptada por todos. Dada la imposibilidad de construir esa especie de cálculo lógico donde las razones de unos y otros pudieran ponerse a danzar sin violencia, se hace necesario establecer al menos un método para lograr compromisos entre visiones contrarias. Ese método no es otro que la democracia -en el ámbito de la toma de decisiones- y el pluralismo informativo -en lo que se refiere a la formación de las opiniones sobre las que tales decisiones se fundan. Pero pluralismo no es relativismo. Existen espacios comunes a las distintas visiones vigentes que resultan amparadas por el propio concepto de democracia -incluso por una versión tan tenue de la misma como la de “democracia procedimental” que aquí sostengo. Constituyen frágiles pasarelas que unen los islotes de nuestros diversos idearios y nos impiden caer en ese solipsismo en el que tan a menudo quedan encerradas las religiones, o los nacionalismos, o todas esas ideologías que afirman descansar sobre los cimientos de unos valores absolutos e incontestables. Que todos sepamos que ninguno de nosotros tiene toda la razón es una buena razón para seguir viviendo juntos, a pesar de todo. Que las diversas líneas editoriales no lleguen nunca a tocarse -e incluso se den la espalda y se pongan de morros- no es motivo suficiente para romper la baraja.

Así que no deberíamos desconfiar de nuestra capacidad crítica cuando constatamos que nuestras opiniones se amoldan con tanta facilidad a las de nuestro diario favorito. Por idéntica razón, tampoco deberíamos dudar de la lucidez de ese parroquiano que, al otro lado de la cafetería, asiente con aprobación mientras pasa las páginas del suyo. Lo decisivo es que, hasta ahora, ninguno de los dos ha enrollado su periódico y se ha liado a papirotazos con el otro, para asombro del camarero. Creo que en un mundo incierto y desacralizado como el nuestro no puede pedirse mucho más que eso. Pero tampoco debería exigirse mucho menos.

* Escritor

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