Opinión | Cielo abierto

Fidel Castro

«Es un mundo que conviene enfrentar sin las polaridades frecuentes en nuestra discusión nacional»

Fidel Castro es un hombre para la eternidad. No pertenece a la categoría dramática de villanos irreconciliables con una narración pulcra del mundo, ni tampoco puede ocupar, si hablamos con una cierta perspectiva -esto es: sus víctimas- la supuesta peana, esmaltada y totémica, dentro del santoral particular de la izquierda. Porque, para una izquierda con sentido ético de la realidad, que se cuestione a sí misma, y también su legado, con una mínima dureza autocrítica, una izquierda que se encuentre más cerca de Camus que de Sartre, por decirlo en términos familiares en la época de la Revolución, Fidel Castro representa las contradicciones, los logros y los crímenes de una izquierda entendida como totalitarismo, poniendo siempre el pueblo, como sujeto orgánico y viviente, su supuesto interés común, por encima de la libertad individual del ciudadano.

Por encima -o debajo- de la valoración, Fidel Castro es un mundo que conviene enfrentar sin las polaridades frecuentes en nuestra interminable discusión nacional. En los últimos tiempos -aunque ya viene de lejos-, hemos desarrollado una tendencia relativamente facilona, sin límites geográficos, para evaluar todo conflicto internacional en términos no de verdad y justicia, ni siquiera de izquierda o derecha, sino de nuestra izquierda, y aquello que se le pueda asimilar, y nuestra derecha, y aquello que se le pueda asimilar, también. Por tanto, no hace falta decir que Fidel Castro ha sido una cruz continua en el reproche público de nuestra derecha, contra todos aquellos sospechosos de tener un discurso marxista en sus propuestas; y, por otro lado, un santón de nuestra izquierda, desde mucho antes de su entrada en La Habana, el fin de año del 58. Ambos extremos, estas dos caras de Jano las consiguió Fidel por méritos propios. En esos días convulsos, que parecían poder cambiar la estructura moral de varias generaciones, la Revolución Cubana ofreció una posibilidad: la recuperación de la soberanía para los nacionales de un país, lo que no ocurría aquí, ni ocurriría, hasta veinte años después. Pero, mientras se ponía a ello, recortó los derechos de sus ciudadanos hasta extremos inaceptables para el hombre y la mujer no ya de hoy, sino de entonces; aunque, sin el bloqueo norteamericano, quizá la historia hubiera sido otra diferente. En cualquier caso, es difícil analizar la figura de Fidel en un país como el nuestro, cercano en los afectos al cubano, pero demasiado proclive a una argumentación de trazo grueso, casi de titular amarillista, conmigo o contra mí, que padecemos en los debates y en las redes sociales.

Fidel Castro es casi un personaje mitológico, con las leyendas de su biografía, su brillantez y su capacidad de organización y mando, que ha ido jubilando a presidentes estadounidenses mientras ellos intentaban enterrarlo a él, con nada menos que 638 intentos de asesinato, contabilizados por sus servicios secretos, entre Eisenhower y Clinton, organizados por el espionaje estadounidense y por la oposición cubana, en el exilio y también desde dentro. Como personaje literario, podría dar a Leonardo Padura una novela tan buena como El hombre que amaba a los perros; pero, como referente de la izquierda, no debería ser celebrado, ni siquiera aceptado, por quienes condenan tan airadamente, con rajada de vestiduras constitucionales, nuestra democracia, un líder bajo cuyo mandato se vulneraron tantos derechos civiles. Pienso en los camiones militares que hacían redadas nocturnas de homosexuales, encarcelándolos después, con un trato no muy diferente al de las cárceles franquistas. Pero una parte de la izquierda más sectaria, que no es, necesariamente, la mejor, ni la que más se ocupa de esa gente con la que se llena la boca demasiadas veces, sigue exigiendo sendas condenas al franquismo -siempre necesarias- y, sin embargo, cuando llega el momento de condenar los crímenes del castrismo, que han existido, comienzan los balbuceos, las generalidades, el «nosotros condenamos todas las dictaduras». Sí, pero sin nombrarlas.

Personaje apasionante Fidel Castro, con fogonazos y vértices de sombra. Como su época, en la que se buscaba internacionalizar los conflictos locales -el Proceso de Burgos o el 1.001-, al contrario de lo que hacemos hoy: analizar el mundo desde nuestro ombligo y convertir lo mundial en local. Pero eran los 60 y quedaba por estallar París. Hoy sigue pendiente una revolución individual, con el razonamiento propio por encima de los dogmatismos, que siempre simplifican la vida.

* Escritor

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