El amanecer del sábado en España trajo la muerte de Fidel Castro y pronto comenzaron a llegar las opiniones, crónicas y repercusiones de su muerte, también las alegrías de los cubanos de Miami que esperan atar los perros con longaniza en la isla bonita. No crean estos, sus radicales enemigos, que son los únicos que se alegran, de otra manera también podemos sentir alegría los que en algún momento creímos en su revolución, la última revolución, pues ya no habrá otra librada a sangre y fuego, ni en la trinchera ni en la literatura. Muere Fidel en su cama, se cierra un ciclo y la olla a presión de Cuba, siempre a punto de estallar, se desactiva. Y su muerte es una liberación, en primer lugar para él, que no vivirá una vida groseramente prolongada como ocurrió a otros dictadores con los que sus íntimos no tuvieron piedad en el momento postrero, pero también es una liberación psicológica, histórica y sentimental para todos sus deudos, cubanos y no cubanos, sometidos siempre a defender lo indefendible como si hoy fuera posible su causa y su bandera. Muere Fidel, vencedor de la CIA, pues tantas veces nos contaron los intentos de acabar con él, incluso quisieron darle matute envenenándolo con un puro, que hubiera sido lo más de lo más, con el máximo símbolo del país, el cigarro habano tan vinculado a la revolución, al Che y a los barbudos. Muere el hombre y sus restos serán quemados, un avance frente a los mausoleos de huesos y despojos momificados de otro tiempo y otra historia. Será una liberación al fin del nombre propio y del espíritu revolucionario. Sí, todos nos sentimos un poco más libres, mas no por el temor al hombre del chandal, al cadavérico dictador, al héroe sanguinario, si no por el plúmbeo peso de una etapa ya superada, solo mantenida tanto por los acérrimos enemigos como por quienes aún se creían lo de «la victoria hasta la muerte» y otras arengas sin cuento. Se acabarán ya las diatribas y las coartadas para mantener sometido a un pueblo que merece comer, al menos, un par de veces al día. Porque esa debe ser ahora la verdadera revolución a desarrollar, la que supone que la gente coma, la de la fraternidad de los pueblos con Cuba, la de la libertad de pensamiento y de expresión, la de poder entrar y salir sin tener que jugarse la vida entre las balsas y los negreros. Hoy siento cierta alegría por la muerte, por este final sin épica ni santería, sin sufrimiento del cuerpo ni degradación del espíritu, se gana terreno en la idea de salir de este mundo sin tener que pasar por el calvario que han pasado otros hombres singulares, empezando por el grotesco y sufrido final de Juan Pablo II, y ahora sí que podemos decir aquí paz y después lo que la historia y los historiadores convengan.
* Periodista