Los hospitales para locos son algo antiguo. En Granada había un edificio de época nazarí, el maristán, que ya no existe, que era precisamente eso, un manicomio, hospital para locos, centro de reclusión para locos o como se le quiera llamar. Tradicionalmente los locos eran unos tipos que había que tenerlos encerrados. Algunos eran calificados de «peligrosos»; otros quizá no lo eran tanto, pero en cualquier caso, debían estar bajo llave, o al menos, atados, si es que eran «locos de atar».

Sin embargo alguien puso el dedo en la llaga cuando afirmó de los manicomios que «ni son todos los que están, ni están todos los que son», por cuanto que son locos los así denominados por quienes se autoexcluyen de ese apelativo. Cabría por tanto preguntarse quienes son los locos, los unos o los otros.

Quizá para aclararse un poco no venga mal acudir al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ya que los académicos no parecen tener pinta de locos. Dice el ilustre diccionario que «loco es el que ha perdido la razón», o que es persona «de poco juicio, disparatado e imprudente». Las demás son acepciones que se separan algo de lo que estamos tratando.

Como estamos en el año de la Misericordia, promovido por el Papa, los cristianos como yo vemos una ocasión para procurar una mejoría en la práctica de nuestra religión en algún que otro aspecto. Con ese motivo, he leído un libro de un benedictino alemán llamado Änselm Grünn sobre cada una de las obras de misericordia. Es un libro pequeño, fácil de leer. En el texto relativo a la obra de misericordia de Visitar a los Enfermos aparece una sugerencia interesante: Escuchar a los enfermos mentales.

Ya de por sí es algo heroico escuchar a tanto tipo coñazo, abundantísimo hoy día; sobre todo a esa gente narcisista que lo único que sabe hacer es contarnos sus propias gilipolleces y hacernos perder el tiempo con la insustancialidad de su vida, llena de tonterías y estupideces que solo le interesan al interesado, sembrando de desinterés a todos los desinteresados de esas historias carentes de interés.

Sin embargo, propongámonos por un momento hacer una obra de caridad consistente en algo tan sencillo como escuchar al prójimo, a sus gilipolleces. Metámonos de lleno en sus gilipolleces, en esas que no interesan a nadie. Procuremos por un momento aceptar al prójimo tal y como es; no tal y como querríamos que fuera. Respetémosle. Procuremos entenderle. Metámonos en su problema hasta el punto de hacerlo nuestro. No le juzguemos, y menos a priori. ¿Verdad que la cosa cambia?

Demos un paso más. Hagamos lo mismo que acabo de exponer, pero no con el caso común de un tío con un tornillo más o menos flojo, sino con un loco. Aceptémosle. Metámonos en su punto de vista. Yo, siguiendo a Änselm Grünn, vengo haciéndolo desde hace meses con un tipo a quien todos toman por loco. Y debo decir que, no solo está menos loco de lo que los demás creen, sino que he aprendido mucho de él: Ni son todos los que están, ni están todos los que son. Grandes sorpresas se llevarían muchos si hicieran lo mismo.

Hace poco, en una reunión, saltó la noticia de un matrimonio conocido de todos los presentes que se acababa de romper. Curiosamente, todos los tertulianos conocemos al marido, y ¡qué casualidad! las críticas empezaron a llover hacia la mujer; lo menos que se dijo de ella es que se había vuelto loca. Inmediatamente me enfrenté a esa crítica, por varios motivos: Primero: porque ninguno de nosotros tenemos potestad de juzgar a nadie. Segundo: porque ninguno de nosotros tiene ni puta idea de lo que se cuece o ha cocido en el interior de ese matrimonio. Tercero: porque ninguno de nosotros conoce prácticamente nada de la interioridad ni de la conciencia de las personas afectadas.

Qué ligereza la de tantos en descalificar a las personas con el apelativo de «loco», cuando en realidad el sambenito de “poco juicio, disparatado o imprudente” podría perfectamente ser una autocompensación de la propia cobardía, el poco coraje o el miedo a salir de la propia rutina, que le llevan a quien lanza esos desprecios a vivir en lo políticamente correcto, con el ánimo timorato, con miedo a pensar, sin iniciativa, sin capacidad de replantearse cuestiones de fondo, con temor a rectificar, anclado en el inmovilismo. Evidentemente, con estas personas tan «prudentes y juiciosas» el mundo no avanzaría absolutamente nada. Vaya, que son como Fidel Castro, que a partir de un momento, parece que no hace más que decir aquello de que «para lo que me queda en el convento, me cago dentro».

* Arquitecto