Después de otro tórrido verano cordobés y en una fecha tan entrañable para los que hemos tenido la suerte de nacer y vivir en Córdoba, como es San Rafael, creo que es buena ocasión para hacer unas reflexiones sobre un tema, el del cambio climático, de máxima relevancia.

Hace poco menos de un año, en diciembre del 2015, se celebró en Francia un importante tratado internacional, denominado precisamente Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, que intenta hacer frente, ojalá que de manera definitiva, a un problema internacional muy grave: la posibilidad de que se esté produciendo un calentamiento global de la superficie terrestre por causas antropogénicas (es decir, generadas por el hombre). Hasta la fecha, otros dos tratados internacionales, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1992 y su Protocolo de Kioto de 1997, ambos en vigor, han intentado, sin éxito, abordar esta cuestión.

Más realista que sus predecesores, el Acuerdo de París cuenta ya con 60 ratificaciones, incluyendo a los dos principales “contaminantes” en este ámbito, como son China y los Estados Unidos, que concentran el 40 por ciento del total de las emisiones de gases de efecto invernadero, por lo que, siendo necesario para que entre en vigor el consentimiento de 55 países que representen el 55 por ciento de las emisiones totales, es muy probable que esos requisitos se reúnan antes de que acabe 2016. A esos Estados se sumará España cuando resuelva su problema de falta de gobierno, pues en este tema no hay discrepancia entre los cuatro principales partidos políticos.

Si efectivamente se estuviese produciendo un cambio en el clima de la Tierra, a causa de su calentamiento, el futuro que nos aguardaría, a un plazo relativamente breve, de apenas un siglo, sería nefasto. De ser así, la elevación de la temperatura hará que se derritan progresivamente los polos (lo están haciendo ya) produciendo un aumento en el nivel del mar que inundará zonas enteras de costa, incluidos pequeños Estados insulares (preocupadísimos ya con este tema), al tiempo que modificará los hábitats de muchas especies animales, reduciendo los de las más dependientes del hielo, como los osos polares, y expandiendo los de otras que viven en aguas más cálidas, como muchos depredadores marinos. No cuento siquiera otros efectos aún peores, como un aumento de la radiación o un cambio en la composición del aire que respiramos, porque prefiero tener la esperanza de que aún no hayamos hecho ahí arriba nada que no podamos, al menos, contener.

Aunque no es una norma obligatoria a nivel mundial (sí lo es a nivel de la Unión Europea y también se recoge, para casos concretos, en varios tratados internacionales), los Estados se comprometieron políticamente en la Conferencia de Río de Janeiro de 1992 a guiarse en sus actuaciones por el llamado “principio de precaución” (o de cautela), según el cual, la falta de certeza científica absoluta sobre la existencia de un peligro de daño grave o irreversible para el medio ambiente no puede utilizarse como excusa para postergar la adopción de medidas para impedir esa degradación (Principio 15).

No era ni es, pues, indispensable, acreditar con absoluta certeza que se haya producido un calentamiento global causado por el hombre para adoptar medidas. Basta con demostrar de manera plausible que hay un riesgo real de que este fenómeno se esté produciendo para justificar una reacción sin necesidad de esperar a tener una comprobación al cien por cien. Y ese riesgo está más que acreditado. De hecho, gran parte de la comunidad científica especializada está convencida de que ya no estamos ante una sospecha sino ante una realidad demostrada. Pero, insisto, desde el punto de vista jurídico-político, no es necesaria tal certeza para adoptar medidas.

Siempre he dicho que era contraproducente, a ese nivel político-jurídico (no así a nivel científico) dar por demostrado el cambio climático cuando tal demostración no era necesaria. Empeñarse en esto, desde muchos sectores de la comunidad internacional, gubernamentales o no, ha desviado la atención de un problema de toma de decisiones (adoptar medidas para evitar un riesgo) a un problema científico (demostrar las causas y consecuencias de un fenómeno) y le ha dado bazas a quienes, torticera e irresponsablemente, se han apoyado en esa falta de certeza absoluta para justificar la no adopción de medidas suficientes. Desde luego, en el lado opuesto, en nada ayudan los que, desde posiciones falsamente ecologistas, exigen medidas simplonas sin calcular las consecuencias que sus sandeces tendrían sobre la vida de millones de personas, especialmente las más desfavorecidas. Pero no nos engañemos. Medidas, sensatas y eficaces, hay que adoptar, sí o sí, porque el tiempo se nos echa encima. Y a este respecto, la entrada en vigor del Acuerdo de París puede ser un prometedor comienzo.

* Profesor de Derecho

Internacional de la UCO.