Desde el 17 de octubre de 1973 tengo enmarcada en mi despacho una carta de don Pedro Laín Entralgo donde me comunica que, próxima a editarse la revista Atrium, de contenido sanitario y literario, para distribuirla entre todos los médicos españoles, «nos honraría, a la editorial y a mí, que usted figurase como colaborador habitual, junto con otros autores de la máxima solvencia que ya me dieron su complacencia».

A D. Pedro lo había admirado como catedrático y como paradigma del médico humanista. Ejemplo de honestidad, con su libro Descargo de Conciencia, que adopté como libro de cabecera, tuvo la valentía y la humildad de confesar su error por haber defendido en su juventud una ideología política (la de la Falange) en la que, con los años, había dejado de creer. Lo llamaron chaquetero los incapaces de comprender su grandeza intelectual y su dignidad, mediocres que no habían leído a Cicerón: «Lo malo no es errar --errare humanum est--, sino permanecer en el error». Rector de la Complutense, dimitió tras discrepancias cada vez más profundas con el gobierno de Franco. Fue para mí el paradigma del perfecto maridaje entre la medicina y el humanismo y de la dignidad hasta sus más profundas consecuencias; me prometí seguirle.

Pedro fue también el nombre del catedrático de Farmacología y académico Prof. Sánchez García, que vino de Nueva York para enseñarme en el laboratorio de la Complutense a determinar las causas por las que el mecanismo neuronal que salva la vida del individuo en situaciones de estrés, se convierte en un efecto letal por necesidad. Nunca me pidió nada a cambio, solo me rogó que cuando lo citara a él, lo hiciera también con sus maestros; es tan desprendido y altruista que dispara su generosidad simultáneamente en dos direcciones: al alumno y al maestro, al poderoso y al débil, al coincidente y al discrepante; y en el trato personal no hace distingos entre un sesudo nobel y un bisoño doctorando.

Al primer neuro-científico y humanista que conocí al llegar como catedrático a la Facultad de Medicina de Córdoba fue a Pedro Montilla, profesor de Fisiología y Bioquímica, quien, de entrada, me presentó el péptido natriurético atrial, que fue hasta Canadá para poder traérselo a los estudiantes de aquí y que no tuvieran que irse tan lejos; y por eso, y otras cosas más, era tan querido tanto por estudiantes como por compañeros. Y al primer médico del Hospital Provincial que me presentaron fue a su director, el profesor Pedro Sánchez Guijo, que personificaba las virtudes del buen hacer del «médico de pueblo», al que se toma como confidente, te escucha los dolores del alma, de la hipoteca y del cuerpo; junto con una excelente formación científica que ha dado a luz a una escuela cordobesa de cinco excepcionales catedráticos de prestigio dentro y fuera de nuestras fronteras, prfs. Aranda, Collantes, Guerra, de la Torre y Montero.

Integrado a la asistencia en el Hospital Reina Sofia, pude apreciar la calidad humana y científica, la generosidad y dedicación a sus pacientes de otros Pedros, ilustres profesores: Aljama o de Benito, por ejemplo...

Con todos estos Pedros enriquecí mi acervo de valores morales, culturales e intelectuales y obtuve lecciones de privilegio, ensancharon mi horizonte, admiré vocaciones, generosidades y grandezas, aprendí medicina y un estilo de vida dedicado a la devoción al prójimo por encima de intereses personales.

Hasta en mi niñez hubo un Pedro que me deparó el mayor éxito que consiguiera en el colegio de los Hermanos Maristas. Sin previo aviso, se presentó un día en clase el director y nos dijo que estaba haciendo un concurso entre los alumnos que mayor riqueza de vocabulario tenían. Y nos dictaba una serie de «palabros» cuyo significado, los que lo supieran, debíamos escribir en un papel. A cada vocablo siempre había varias manos levantadas. Sorprendentemente, de los cuarenta niños hubo una palabra ante la que solo yo hice la señal de conocer --¿Quién sabe lo que significa acelerar?-- preguntó el Hermano --¿No hay nadie más que lo sepa? Pues entonces, que Martínez Sierra diga en voz alta lo que significa. Todo orgulloso dije: «Acelerar significa aumentar la velocidad». --Muy bien, ¿y dónde aprendiste esa palabra? Contesté: --Pedrín, cuando son perseguidos por malhechores, le dice a Roberto Alcázar: «Acelera, que nos pillan».

Como en su día lo fue el de Raúl o Vanesa, se ha puesto de moda el nombre de Pedro. Sin embargo, ha sido una sorpresa comprobar que a una determinada casta de Pedros, Pedrines o Pedritos, siendo genuinamente hispana, no se la reconozca a tiempo. Ya en la infancia, aparecen Pedrines que, propietarios de la pelota, si no les dejan lanzar el penalti, se la llevan, para jugar solos con ella. O en la juventud, cuando en el guateque, Pedrito solo perseguía quitarle al amigo la pareja. Esos Pedros de adultos forman una casta ibérica popularmente llamada «jodeplanes», subcultura de la excelencia o mosca cojonera.

* Catedrático emérito de Medicina. UCO