Al menos desde la época de Bush padre, cada vez que un nuevo presidente llegaba a la Casa Blanca se suscitaba entre los menos escépticos una leve esperanza de que abordara por fin un conflicto tan viejo como el palestino-israelí. Esa ilusión se fundaba en la persistencia del problema y en la necesidad de taponar las hemorragias que la ocupación de Palestina provocaba en el mundo. Del primer Bush se esperaba que su nuevo orden incluyera a los palestinos; de Clinton se confiaba en que sus parámetros para una solución se convirtieran en papel firmado; de Bush hijo se anhelaba que la aberración neocon de invertir los términos sirviera para un arreglo, y de Obama se creía que enterraría la política de su antecesor.

Pero, como auguraban los más escépticos, todo ha sido en vano. El caso de Obama es sangrante si recordamos su discurso en El Cairo allá por el 4 de junio del 2009. Allí dijo que la situación de los palestinos era «intolerable» y que Estados Unidos nunca daría la espalda a «su derecho legítimo a vivir con dignidad en un Estado propio»; denunció la «ilegalidad» de los asentamientos que se extienden en Cisjordania, cuya paralización pidió; utilizó el término inédito en un presidente norteamericano de resistencia palestina y comparó su lucha con la de los negros en Estados Unidos contra la discriminación racial que denuncian.

Ocho años después, Obama concede a Israel el mayor paquete de ayuda militar de la historia (3.800 millones de dólares anuales en la próxima década), pese a sus malas relaciones con Netanyahu. La prensa israelí, sin embargo, aún se queja porque una de las condiciones del acuerdo es el cese gradual de la cláusula de que un 26,3% de la ayuda podía dedicarse a la industria militar israelí. Así, gracias a la generosidad de Estados Unidos, Israel desarrollaba una industria de armamento que luego competía en el mercado con la estadounidense. Era aquello de cornudos y apaleados. H

* Periodista