Según Cioran todas las religiones son unas cruzadas contra el humor. También, habría que añadir, contra las mujeres. Pero, como en todo, hay grados. No son iguales las iglesias cristianas anglicana, luteranas o episcopalianas, que han admitido mujeres en el sacerdocio, que la católica que sigue considerando a las mujeres dentro de su institución como personas de segundo grado. Todas ellas palidecen en cuanto a machismo y misoginia, sin embargo, con las versiones dominantes de la religión islámica, compendios de humillación y crueldad hacia las mujeres.

Hubo un tiempo en que pareció que la deriva de odio hacia las mujeres en el Islam disminuía. Paradójicamente fue gracias a dictaduras pro-occidentales como las de Ataturk en Turquía, Nasser en Egipto o el Sha en Irán que las mujeres consiguieron cierta autonomía, pudiendo elegir si no a quien votar, al igual que los hombres, al menos sí estudiar y una vestimenta, ¡incluso minifaldas!, que no las obligase a parecer sacos de patatas andantes.

Pero entonces llegó el ayatolá Jomeini al poder en Irán y mandó parar. Junto a Sayyid Qutb, el líder de los Hermanos Musulmanes en Egipto, se inició una contrarreforma islamista, fundamentalista y liberticida en lo político, misógina e inquisitorial, que llevó a imanes despiadados y crueles a enseñar a fieles fanatizados cómo azotar a sus mujeres sin dejar rastro y a convertir la religión de Mahoma en un capítulo más de la historia universal de la infamia en lugar de ser sobre amor y paz como defiende su versión ilustrada, de Averroes a Ayaan Hirsi Alí. Muchas mujeres también fueron abducidas por la ideología fundamentalista y mediante sectarios lavados de cerebro (a las más tercas directamente les volaban la cabeza de un tiro) se las «convenció» para que se embutiesen en vestimentas, del velo al burka, que las anulan física y espiritualmente.

Jomeini y Qutb encontraron en Occidente el respaldo de la corriente filosófica del «pensamiento débil», que justificó en nombre del «multiculturalismo» cualquier tropelía siempre y cuando viniera con el marchamo de exóticos ritos tercermundistas y presuntas costumbres ancestrales. He escuchado en Congresos de Ética a profesores universitarios «postmodernos» defender la ablación como una forma de respeto al «Otro». Olvidaban estos defensores de la entelequia «Otro» que eran «otras» de carne y hueso las que eran sometidas a una cirugía brutal con daños irreparables para el resto de su vida. Pero hay quién jamás permite que una víctima concreta le estropee una bonita hipótesis abstracta.

Y de dichos polvos religiosos, estos lodos políticos. En Australia un avispado emprendedor se da cuenta de que hay un conflicto entre los criterios de la civilización occidental del siglo XXI y los usos de las costumbres islámicas más propios del siglo XI y se inventa un modo de conciliarlas, haciéndose rico en el camino: el burkini, una prenda que surfea los criterios textiles de los majaras islamistas permitiendo que las musulmanas sumisas consigan cumplir su deseo húmedo de chapotear en las aguas playeras como sus homólogas occidentales lo hacen en bikini o bañador. Que unas parezcan sirenas mientras que las otras tristes almas en pena es cuestión que se adentra en el espinoso y ambiguo terreno de la alienación religiosa y el gusto personal.

El burkini es uno de esos casos límite que colapsa las mentes más lúcidas con prejuicios culturales y sesgos emocionales que hacen casi imposible el debate racional. Pero en una sociedad abierta y liberal cada vez más tendremos que enfrentar comportamientos y creencias que desafían nuestro umbral de la tolerancia. Como señala Nervana Mahmoud, una analista egipcia, el liberalismo político lleva a tolerar el burkini pero, desde la perspectiva del feminismo humanista, también a luchar culturalmente para que las musulmanas vuelvan a recobrar la libertad perdida de elegir bikinis sin que celosos hermanos las encierren o desquiciados clérigos ordenen matarlas. Porque una musulmana velada no es una mejor musulmana sino una musulmana retrógrada. Ciertamente en sociedades abiertas como las occidentales cabe el derecho a ser un reaccionario machista, como estas mujeres que se someten voluntariamente al (auto) desprecio hacia su sexo. Pero también cabe no solo el derecho sino la obligación de criticar esa misoginia larvada en vestimentas convertidas en símbolos ominosos. Seamos tolerantes con las pacíficas moras en las costas, intolerantes con los moros fanáticos en las mezquitas y críticos con las ideologías viles por muy religiosas que se pretendan.

* Profesor de Filosofía