No, no me refiero a las píldoras tóxicas que nos suministran diariamente los medios «informativos» de nuestro país con TVE a la cabeza. Se trata del aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que comemos.

Nos encontramos ante una Crisis Ecológica Global que afecta a cuatro dominios fundamentales para el futuro de la humanidad: la biodiversidad, la energía, el clima y la salud.

En lo relativo a la salud, estamos más gordos, más enfermos y vamos camino de vivir menos según indican los estudios al respecto. En nuestro país el cáncer de mama, como representativo de este mal en la mujer, aumenta en algo más del 2% anual; a los hombres no les va mejor si nos fijamos en el cáncer de próstata.

Son muchas las evidencias que nos muestran la importancia que tiene la alimentación en lo que está ocurriendo. Si partimos de la base de que somos el resultado de la interacción de los genes con el ambiente y dado que el cambio en los genes suele ser muy lento, parece obvio que las anomalías que están apareciendo tienen su origen, en gran medida, en la exposición ambiental. Por ello se ha señalado como elemento esencial para mejorar la situación basarse en lo que se ha denominado: «expologia», es decir tener en cuenta todas las exposiciones químicas a las que está sometido el ser humano en su entorno, desde su desarrollo embrionario, cuando los riesgos son mayores, a la edad adulta.

En el mundo de la ciencia alimentaria existen dos tendencias que a pesar de ser complementarias y constituir las dos caras de una misma moneda se suelen ignorar entre sí. Por un lado tenemos aquellos científicos interesados de manera casi exclusiva en el «estilo de vida» y que ponen el foco del debate en la «dieta mediterránea» versus «comida basura». En otras palabras, sobre la clase de alimentos que ingerimos: verduras, frutas, hidratos de carbono, grasas, proteínas, etc. Con esta cara de la moneda estamos más familiarizados por ser la que se utiliza en la práctica médica y porque suele ocupar los medios informativos. Sin embargo esta información resulta incompleta si queremos alimentarnos de manera saludable. Nos falta la otra cara.

Para mostrarlo nada más útil que un ejemplo: En 2010 se publicó un estudio realizado en Francia en el que se analizó la alimentación cotidiana de un niño de 10 años que seguía las recomendaciones oficiales al respecto. El balance fue abrumador: «Ciento veintiocho residuos, ochenta y una sustancias químicas, cuarenta y dos de las cuales están clasificadas como cancerígenas posibles o probables, y cinco sustancias que están clasificadas como cancerígenas seguras. Así como treinta y siete sustancias susceptibles de actuar como perturbadores endocrinos... Para el desayuno, solo la mantequilla y el té con leche contenían más de una decena de residuos cancerígenos posibles y tres que lo son seguros, así como una veintena de perturbadores endocrinos... Lo mas rico resultó ser la rodaja de salmón para la cena con treinta y cuatro residuos detectados». Esta otra cara de la alimentación es de la que se ocupan los investigadores que ponen la mirada en los orígenes medioambientales de las enfermedades crónicas y los diversos tipos de cáncer. Aquí el foco se pone en la calidad de los alimentos en lo referente a la manera en que se producen y distribuyen, como elementos propiciadores de la alta contaminación por productos químicos en los mismos.

Hace 25 años un grupo de investigadores de diferentes disciplinas con Theo Colburn a la cabeza, añadieron un motivo más de preocupación sobre los riesgos de enfermar por los contaminantes ambientales, al descubrir que muchas de estas sustancias actuando como «impostores hormonales» consiguen gracias a la sinergia entre ellas que dosis casi homeopáticas de una parte por billón produzcan graves daños en el desarrollo de los embriones. A estas sustancias el grupo las denominó «Disruptores endocrinos» y dieron la alarma sobre las repercusiones en los seres humanos debido a la ubicuidad de las mismas por la insensata utilización de productos químicos.

En general seguimos sin aplicar el Principio de Precaución, que obligaría a demostrar la seguridad para la salud de las sustancias químicas antes de permitir su uso, con lo que se trasladaría la «carga de la prueba» a las empresas comercializadoras. Justo lo contrario de lo que ocurre en la actualidad que se permite su uso, basándose en los datos que la propia industria proporciona.

Por ello, dada la incompetencia y la falta de garantías de las agencias gubernamentales en proteger a sus ciudadanos se hace necesario un activismo social que muestre a esa ciudadanía «instalada» en la apatía y el consumismo ciego los riesgos a los que estamos sometidos. Y mientras tanto pongamos nuestro granito en la consecución de un mundo más saludable comprando en el comercio del barrio, productos de temporada cercanos y ecológicos. Con ello disminuiremos nuestra dosis de venenos diarios y el riesgo para nuestros hijos y nietos. H

* Médico y miembro de EQUO