Aunque escribo estas líneas el día de comienzo de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, me imagino que lo que digo aquí puede servir para días después.

A mí los Juegos Olímpicos me importan un pimiento; me interesa su sociología.

La verdad es que estar todo el día haciendo la guerra es un mal negocio. Eso de matarse entre hermanos (puesto que todos los hombres somos hermanos) es un mal rollo, sobre todo cuando existe la posibilidad de arreglar las divergencias por vías pacíficas. Así lo parecieron entender los antiguos griegos al unir esa vaga fraternidad al honor religioso a Zeus. También lo pareció entender de modo parecido el barón de Coubertin al poner en marcha en Atenas los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna en 1896.

Aquí pasa lo que en tantas cosas de la vida: En los orígenes hay una idea que da vida a la institución. Más tarde, en torno a esa idea se va liando una pelota hasta que llega un momento en que se ha montado tal engendro, que de aquella prístina idea inicial ya casi no queda nada. Y casi siempre se puede aplicar aquí eso de «a río revuelto, ganancia de pescadores», porque casi siempre empiezan a aparecer los descubridores de negocio, esto es, gente que ve oportunidades económicas, lícitas, por supuesto, en la organización y desarrollo de las competiciones olímpicas.

No hace falta ser muy avispado para ver que los deportistas son una máquina de anuncios, ya sea de prendas deportivas o de calzoncillos --pregúntenle a Nadal--, que detrás de todo deportista siempre hay un esponsor, que las cermonias olímpicas precisan de arquitectos, aparejadores, ingenieros, diseñadores, fotógrafos, empresas de información, empresas de televisión, redes sociales y toda una inmensa patulea en la que todos se forran; porque se quiera reconocer o no, unos Juegos Olímpicos son una verdadera gallina de los huevos de oro, ya que llega dinero del COI y a la vez exige un esfuerzo económico del país en donde se celebran los juegos por cuanto los mismos se ven como una inversión llena de oportunidades.

Ante tal orgía de dinero, la gente pierde el sentido. Quiero decir, los políticos, los organizadores, etc. Basta ver lo sospechosamente poco reglado que está el proceso de designación de sede olímpica para imaginarse la cantidad de maletines que van y vienen. Ya de por si resulta chocante ese modo de perder el culo de los políticos de un país cuando los del jurado del COI visitan las sedes que esos políticos han propuesto para la celebración de unos juegos futuros.

Más chocante todavía resulta en ocasiones el fallo de tal jurado al emitir su «veredicto» a favor de sedes que ni el más irracional de los humanos designaría para celebrar unos Juegos Olímpicos. Hace poco oí en la radio que la ciudad olímpica de Atenas de los juegos del 2004 es ahora una verdadera ruina, al no haber sido capaz el país heleno de reutilizar las instalaciones y seguirlas manteniendo.

Quizá esto mismo termine ocurriendo en Río de Janeiro, pues Brasil está en una profunda crisis social y económica, en la que contrastan los fastos inaugurales de los Juegos (70 millones de euros de nada) con la pobreza generalizada del país, la delincuencia rampante y la poca seriedad de los restantes.

De los ideales del barón de Coubertin parece que no quedan ni las raspas: Unos cuantos señores forrándose de un evento supuestamente fraternal, y por otro lado el pueblo empobrecido y sumido en la delincuencia, pagando con sus impuestos las instalaciones y los eventos del grupo anterior.

Hay un tercer grupo, distribuido por todo el mundo: Aquellos que en pleno verano son capaces de hacer tres cosas a la vez: tocarse los cojones en el sillón, beber incansablemente cerveza y ver en el televisor las mil y una gilipolleces que hacen en las canchas quienes en los ratos libres se forran anunciando calzoncillos.

* Arquitecto.