Estaba a punto de concluir un coloquio de padres y madres con una experta en la prevención del acoso escolar, cuando, desde las filas de atrás del salón de actos, un treinteañero barbudo pidió la palabra. El entrecomillado que sigue no me ha abandonado.

«No tenía intención de intervenir, no sé hablar en público, pero he saltado al escuchar a una madre frivolizando sobre las huellas que deja una situación de abuso, que de ella nadie se rio de pequeña por llevar gafas o por tener los dientes grandes. Yo sufrí bullying durante toda mi adolescencia. Los vídeos que muestran en estas charlas sobre cómo germina en las aulas, en los patios, las complicidades y los silencios del grupo, los ejemplos descritos, los resortes que hay que activar ante el mínimo indicio me han devuelto a aquellos días infernales. Padres y madres se preocupan por si sus hijos podrían ser víctimas de los compañeros del colegio, se cuestionan qué tendrían que hacer para protegerlos, cómo avisar a la familia de los agresores. Pero no se dan cuentan de algo más preocupante: ¿y si resulta que el maltratador es nuestro propio hijo?»

El silencio se apoderó del salón de actos. El hombre tragó saliva para rematar el discurso: «La pesadilla que no me abandona, el debate interior que me angustia, es averiguar qué haríamos cualquiera de nosotros al descubrir que es nuestro chaval el que dirige y manipula al resto de la clase para cebarse con la víctima elegida hasta el extremo. ¿Y si mi hijo es un matón?».

Han pasado varios meses desde aquel coloquio que se disolvió con las prisas de las nueve de la noche. No he vuelto a ver a aquella madre que explicó haber descubierto el acoso que sufría su hija quinceañera a través del móvil. «Los compañeros de curso la aislaron del wasap de clase». ¿Qué habrá sido de ellas?

Los medios de comunicación dan cuenta de vez en cuando de casos de bullying. Algunos acaban en suicidio. Otros mueren bajo la ley del silencio. El acoso no acaba en las aulas. Aún no se han erradicado las novatadas de los cuarteles o los clubs de fútbol. La lengua de la vida da lametazos ásperos, amargos.

No lo permitamos.

* Periodista

@IosuDelaTorre